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El artículo que todo el mundo tiene que leer en Nochebuena

COLUMNISTA: Ignacio Crespí de Valldaura

Fruto de que la escolástica (véase la vertiente filosófica de la Religión Católica) es de corte aristotélico-tomista, es el credo que mejor tiene asumido el anhelo de buscar el equilibrio en su justa medida.

Por consiguiente, la Doctrina Social de la Iglesia Católica es la que discierne, con mayor aplomo y sensatez, lo bueno y lo malo que tiene cada ‘ismo’, de tal modo que no se termina de casar prácticamente con ninguno. Se podría decir, sin ningún temblor de voz, que el catolicismo es el ‘ismo’ del ‘anti-ismo’.

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De hecho, Juan Manuel de Prada, en una conferencia en la que estuve en cuerpo presente, dijo que hubo un sacerdote (creo que se trataba de un papa, pero no estoy del todo seguro) que incluso llegó al extremo de plantearse si habría que suprimir el sufijo o la terminación ‘ismo’ del término ‘catolicismo’.

Un ejemplo esclarecedor de que el catolicismo es el ‘ismo’ del ‘anti-ismo’ es el hecho de que el Papa Pío XI, en su encíclica Quadragesimo Anno, condenase tanto el ‘ismo’ del socialismo como del capitalismo.

La Doctrina Social de la Iglesia es lo contrario al pensamiento dicotómico o maniqueo, basado en adherirse por entero a una ideología, corriente filosófica, movimiento popular o creencia; por ende, el intelectual católico es alguien que tiende a estar libre de adherencias, capaz de discernir tanto los pros como los contras de cualquier conjunto o totalidad doctrinal.

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Por esta razón, el intelectual católico tiene una robusta conciencia social, sin la intención de transformarse en socialista; está a favor de la existencia del mercado, sin casarse con el capitalismo; aboga por la libertad de obrar, sin llegar a ser liberal; no es enteramente de derechas ni de izquierdas, aunque los maniqueos le encasillen inexorablemente en una categoría; defiende la integridad del hombre y la mujer desde el amor y a la luz del sentido común, sin declararse machista ni feminista; es partidario del patriotismo, pero abjura del nacionalismo.

El intelectual católico no ha de confundir tradición con inmovilismo; ni progreso con progresismo; ni ciencia con cientificismo; ni razón con racionalismo; ni experiencia con empirismo; ni voluntad con voluntarismo; ni sabiduría con idealismo.

Ni virtudes con ideales; ni belleza con opulencia; ni humildad con fealdad; ni sensibilidad con sentimentalismo; ni uso de la razón con ausencia de corazón; ni poder con tiranía; ni autoridad con autoritarismo; ni estado con estatalismo; ni unidad con centralismo (o falta de diversidad); ni descentralización con separatismo; ni pluralidad con pluralismo; ni democracia con demagogia; ni libre albedrío con caos; ni seguridad con brutalidad; ni legítima defensa con belicismo; ni compasión con estupidez.

Abro un nuevo párrafo, para continuar en la misma línea, en aras de evitar que cada renglón sea excesivamente largo. Dicho esto, prosigo: un intelectual católico no ha de confundir rectitud con puritanismo; ni sobrenaturalidad con sobrenaturalismo; ni religiosidad con ascetismo (o animismo); ni estar en gracia de Dios con jansenismo (el extremo de pensar que quien está en gracia obrará siempre bien y que el que no lo está, actuará mal a la fuerza).

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El intelectual católico no ha de confundir humanidad con mundanidad; ni paz con relajación; ni felicidad con bienestar; ni universalidad con globalismo; ni igualdad en dignidad y derechos con igualitarismo (o “equidismo”);  ni conservación del planeta con ecologismo; ni cuidado del cuerpo con vigorexia; ni vocación profesional con adicción al trabajo; ni cosechar éxitos con triunfalismo; ni amor propio con narcisismo; ni perfección con perfeccionismo; ni moralidad con moralismo; ni dolor regenerador con masoquismo; ni sufrimiento -bien entendido- con melancolía; ni tristeza sanadora con depresión.

El intelectual católico no ha de confundir disfrutar de las cosas con hedonismo; ni moderar las pasiones con estoicismo (el afán por erradicarlas o controlarlas en exceso); ni sentir con consentir; ni obediencia con sumisión; ni jerarquía con oligarquía; ni justicia con utopía; ni crear comunidad con colectivismo; ni individualidad con individualismo; ni sentido crítico con relativismo; ni sentido del humor con burla sangrienta; ni verdad con imparcialidad; ni veracidad con sinceridad; ni benevolencia con coherencia; etcétera.

Los ‘ismos’ llevan una verdad al extremo, la convierten, así pues, en doctrina, y niegan el resto de las verdades que no hayan sido incluidas dentro de dicho cuerpo doctrinal. Por algo, ideología quiere decir “la lógica de la idea”, puesto que no admite aquello que se encuentre fuera de la misma.

Si alguien, verbigracia, decide que su ‘ismo’ es el liberalismo, verá una solución liberal a todos los problemas; lo mismo hará si se autoproclama capitalista, socialista, derechista o izquierdista. En cambio, el intelectual católico persigue el bien común en la medida de lo posible, véase el bien posible; emancipándose de cualquier ideología, siendo capaz de distinguir entre lo legible e ilegible que tiene cada una, como el cocinero que sabe combinar distintos ingredientes y en qué medida suministrarlos.

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Afanarse por las ideologías, que son “la lógica de la idea”, da lugar a que cada uno de los ‘ismos’ sean vividos como una religión, como algo absoluto que no tiene discusión. A la postre, queda demostrado que renunciar al catolicismo nos aboca al paganismo precristiano, a endiosar cada aspecto de la realidad. Si, antes de Cristo, el pagano veía un dios en cada cosa, el neopagano defiende sus ‘ismos’ como si fuesen teologías.

Por tanto, el intelectual católico, al ser alguien que busca vivir cada una de las verdades en su justa medida, reniega de la radicalidad de los ‘ismos’ (que hacen de cada verdad un todo, una religión), en favor del equilibrio.

Por algo, G.K. Chesterton escribió, en su ensayo Ortodoxia, lo siguiente: “El mundo moderno está repleto de antiguas virtudes cristianas desquiciadas, que se han desquiciado porque se han separado de las demás y ahora vagan solas”.

Al hilo de la frase de Chesterton, el intelectual católico es el que se devana los sesos por el hecho de que cada virtud conviva en su justo equilibrio con las demás, de tal modo que no se separe de ellas y de este modo, se desquicie, transformándose en un ‘ismo’.

La mayoría de las ideologías parten de presupuestos que son verdad, pero al ser elevadas a la categoría de ‘ismo’, de doctrina indiscutible, de religión neopagana, se terminan transformando, como diría Chesterton, en “virtudes cristianas desquiciadas”; por ejemplo, se suele decir que el socialismo es una interpretación distorsionada del cristianismo.

Lo mismo sucede con la mayor parte de las modas de nuestro tiempo. Se parte de virtudes, como trabajar, para trocarlas en vicios, como lo son la adicción al trabajo.

La negativa a cultivar otras artes por una entrega obsesiva al mismo (parafraseando a Oscar Wilde, los hay que trabajan tanto que han perdido toda inquietud intelectual); el concebir al prójimo como un competidor; o ver el desempeño de un oficio como un simple instrumento para alimentar la vanidad personal (pecado que es descrito por León Tolstói, de manera verdaderamente ilustrativa, en su novela La muerte de Iván Ilich).

George Orwell alertó, en su obra Rebelión en la granja, de que caer en la trampa de mucho laborar y poco pensar es una patente de corso para los tiranos, puesto que fabrica personas tan sobreocupadas que resulta minado su interés por cambiar el rumbo de los acontecimientos.

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Venerable lector, es posible que te sientas, en cierta medida, atacado por mis declaraciones, pero no te preocupes, porque si yo conozco tan bien estos peligros es precisamente porque, también, he incurrido en los mismos; razón por la cual te estoy previniendo de ellos con cariño y “empatía”, no señalándote con el dedo acusador desde la atalaya de la superioridad.

Otra virtud que, en el presente, tiende a degenerar en vicio es el cuidado del cuerpo, puesto que no pocos lo viven con una obsesión idolátrica, como si de una religión neopagana se tratase.

Esto es así hasta tal punto que no dejo de ser cubierto de loas, laudes, vítores y alabanzas por haber perdido treinta y cuatro kilos, como si se hubiese producido una catarsis renacentista en mi interior. Pues, he de decir que continúo siendo la misma persona, que no he vuelto a nacer, ni nada por el estilo.

Esta actitud de partir de una verdad para transformarla en una mentira, a base de deformarla, es tradicionalmente conocida como ‘sofisma’; algo que hace del embuste una idea arrolladoramente convincente, por ser una virtud distorsionada, en vez de un vicio exhibido en toda su desnudez.

Esto me lleva a la conclusión de que todos los ‘ismos’ son ‘sofismas’; y viceversa.   

Fruto de todo lo dicho, el intelectual católico o pensador escolástico no comulga ni con el inmovilismo de Parménides (el cual aboga por el ideal estático de que el mundo no cambie), ni con el progresismo de Heráclito (que defiende un continuo caminar hacia adelante, la dinámica quimérica de renunciar a cualquier bien del pasado, al vaivén de una falsa idea de  progreso).

Fruto de todo lo dicho, el intelectual católico o pensador escolástico cree que el agua es imprescindible para vivir, pero no confunde esto con el sofisma de que el agua lo es todo (como hizo Tales de Mileto); lo mismo entiende con respecto al sol (frente a algunos paganos, que adoran a dicho astro), al aire (a contrario sensu de Anaxímenes), a los átomos (en contraposición a Anaxágoras) o a las matemáticas (a diferencia de Pitágoras).

Fruto de todo lo dicho, el intelectual católico o pensador escolástico piensa, de la mano de Santo Tomás de Aquino, que el entendimiento es previo a la voluntad, pero sin reducirlo todo a cultivar el primero (como sí proponía Platón).

Fruto de todo lo dicho, el intelectual católico o pensador escolástico percibe la voluntad como la continuación o prolongación del entendimiento, no como algo que se haya de practicar al margen de una recta moralidad preconcebida (como sí predicaba Friedrich Nietzsche).

Fruto de todo lo dicho, el intelectual católico o pensador escolástico entiende que no tenemos que dejarnos gobernar por las pasiones y los placeres de este mundo (frente al parecer de los hedonistas), pero tampoco aboga por renunciar por entero al disfrute los mismos (postura que sí sostienen, en cierta media, los estoicos).

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Fruto de todo lo dicho, mientras los incrédulos ensalzan la existencia del cuerpo y niegan la del alma, los platónicos interpretan que el alma yace encarcelada en el cuerpo y los cartesianos sostienen que el cerebro, al margen del cuerpo, es lo único que permite que existamos, el intelectual católico concibe que el hombre es cuerpo y alma, y que aunque ambas realidades puedan existir, en algún momento, por separado, ello no quita que las personas, sin ambas cosas hermanadas, se hallen incompletas.

Fruto de todo lo dicho, el intelectual católico o pensador escolástico es un ferviente defensor de la ciencia (de hecho, el Observatorio Vaticano es una institución de investigación astronómica subordinada al papado), pero reniega de ese cientificismo que justifica cualquier atrocidad sirviéndose de la misma como pretexto. De hecho, Ortega y Gasset acabó dejando de endiosar la ciencia; se le cayó la venda de los ojos, al igual que a muchos otros eruditos.

Fruto de todo lo dicho, el intelectual católico o pensador escolástico abjura de ese extremo rousseauniano y tolstoiano de percibir la tecnología como algo intrínsicamente nocivo, pero sí que comparte una parte de las advertencias que hicieron sendos pensadores. De facto, multitud de intelectuales cesaron de deificar los progresos de la era tecnológica, al ser testigos oculares de las escabechinas perpetradas durante las dos guerras mundiales.

Fruto de todo lo dicho, el intelectual católico o pensador escolástico cree en las leyes de la ciencia, sin que ello implique la inexistencia de una explicación superior, ni de creer que todos los factores meteorológicos se puedan controlar con cálculos matemáticos, ni que la naturaleza misma sea dios (cosa que sí pensaban los panteístas, como Parménides, Spinoza y Leibniz). El catolicismo, como decía Chesterton, separa al Creador de lo creado, del mismo modo que existe una separación entre el artista y su obra de arte.

Fruto de todo lo dicho, el intelectual católico o pensador escolástico es consciente de que las circunstancias ejercen una poderosa influencia en nosotros, pero sin llegar al extremo de que nuestro destino está determinado por las mismas; es capaz de distinguir entre un condicionante y un factor determinante, lo que le evita caer en los ‘ismos’ del determinismo y el circunstancialismo (del archiconocido “yo soy yo y mi circunstancia” de Ortega y Gasset, al cual, por cierto, el filósofo español terminó renunciando).

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Fruto de todo lo dicho, el intelectual católico o pensador escolástico es partidario de tener en cuenta la experiencia, pero sin incurrir en el empirismo de Locke, Berkeley o Hume, que deposita una confianza excesiva en las conclusiones de los estudios empíricos. Lo mismo le sucede con las estadísticas: las observa con interés, pero es capaz de plantearse su margen de error y manipulación.

Fruto de todo lo dicho, el intelectual católico o pensador escolástico considera la intuición como una facultad intelectiva, pero no piensa, como Henri Bergson, que haya que separarla completamente de la experiencia, de lo empírico; confía en una armonía entre ambas realidades.

En síntesis, el intelectual católico o pensador escolástico es aquel capaz de separar las churras de las merinas, la velocidad del tocino.

Si Aristóteles fue el filósofo de la antigüedad que no se dejó arrastrar por los ‘ismos’, con la capacidad de separar las churras de las merinas, Santo Tomás de Aquino es el continuador de su obra después de Cristo. Por algo, la escolástica (filosofía católica) es de corte aristotélico-tomista.

Mientras Aristóteles fue un ferviente defensor de la búsqueda del equilibrio, frente a aquellas doctrinas del mundo precristiano que se posicionaban por un aspecto de la realidad hasta sus últimas consecuencias, dejando de lado los demás, la escolástica es el eje equilibrador de los ‘ismos’ en el orbe posterior a la venida de Nuestro Señor Jesucristo.

Contacta aquí con el escritor Ignacio Crespí de Valldaura, el autor de este artículo

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