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Más ‘descuidos’ como el de Doña Letizia en Misa podrían abolir la Monarquía

AUTOR: El Tommy Lascelles español

El reciente ‘descuido’ de la Reina Letizia en Misa es un ultraje que va mucho más allá de un simple error de protocolo, puesto que una descortesía a nivel protocolario degrada a la Monarquía en cuanto a las formas, pero un desplante con connotaciones laicistas supone un ataque frontal al fondo, a la esencia, al alma, a la razón de ser de esta inmemorial Institución.

Semejante ‘descuido’ supone una mueca desdeñosa hacia aquello a lo que Horacio llamó el quid divinum; y tal y como nos recuerda Juan Manuel de Prada, “ese quid divinum sólo lo tienen los reyes, no los presidentes republicanos”.

A esto, agrega De Prada que “por eso, la imaginación popular, para figurarse cabalmente a los magos de Oriente necesitó convertirlos en reyes. Y por eso también en los cuentos de hadas nos encontramos con reyes venerables y bondadosos (o, por el contrario, furiosos y crueles) y pálidas princesas que padecen encantamientos (…) Los cuentos de hadas requieren un clima sublime, como perfumado por la brisa del misterio; requieren personajes augustos, incontaminados por las pasiones plebeyas y ruines, que causen pasmo, sobrecogimiento y admiración en las almas. Nadie se pasma ante un presidente de republiqueta o ministrillo de gabinete”.

Parafraseando al hilarante personaje que interpreta a Eduardo VIII de Inglaterra en la serie The Crown, para qué queremos normalidad, si podemos tener misterio, para qué ansiamos prosa, si albergamos la posibilidad de escribir poesía; palabras pronunciadas en referencia a la coronación de su sobrina, la Reina Isabel.

Porque la Monarquía corona a los gobiernos con un nimbo de solemnidad que va mucho más allá de la efímera elegancia. No reviste a la autoridad de un mero boato, pompa o suntuosidad, sino de un hálito invisible de mayor trascendencia y poesía, de un aire mitológico, encantado, extraído de un cuento de hadas celestial, donde los ángeles tocan el arpa entre nubes de algodón.

Este quid divinum es una muestra fehaciente de aquella máxima de G.K. Chesterton, esa que consiste en llegar a Dios a través de la belleza.

Este es el quid divinum de la Monarquía, una de las demostraciones más fidedignas de que toda autoridad viene de Dios; lo cual no debe confundirse con el endiosamiento del monarca, idea protestante y precristiana que representa justamente lo contrario. De hecho, la venida de Cristo al mundo puso en entredicho la deificación de los emperadores y por correlación, la envilecida majestad de Herodes. Así pues, un Rey Católico no es un arcángel tocado por el dedo del Altísimo, sino un pecador de carne y hueso con una responsabilidad especial ante el Señor de las alturas. Por eso, al prestar juramento, se pronuncia aquello de que si no cumple su misión con probidad, “que Dios se lo demande”; Y por algo, alumbró Lope de Vega aquel aforismo que reza: “Todo lo que manda el Rey, que va contra lo que Dios manda, no tiene valor de ley, ni es rey quien así se desmanda”.

Montesquieu, quien fue partidario de limitar el poder del monarca, de la aristocracia y del pueblo, para evitar cualquier forma de despotismo, admitió que una monarquía atesora destellos de piedad religiosa, los cuales contribuyen a mermar los impulsos despóticos del rey. En estos términos, lo puso de manifiesto en El espíritu de las leyes«Las monarquías, en las que el poder parece sin límites, se detienen ante los más pequeños obstáculos y someten su fiereza natural a la petición y la plegaria».

Y el reciente ‘descuido’ de la Reina Letizia nos arrastra hacia una hecatombe muy similar a la dibujada por Donoso Cortés, en su Discurso sobre la situación general de Europa. A juicio del citado pensador, del mismo modo que una degradación del amor a Dios corre el riesgo de derivar en deísmo, dicho deísmo en mutar en panteísmo y semejante panteísmo en descender al ateísmo, una monarquía puede deslizarse por la misma senda reductora, hasta el punto de alcanzar su disolución.

No sustraigamos importancia al cuidado de las cosas pequeñas, porque ningún árbol robusto sobrevive a la falta de raíces.

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