COLUMNISTA: David Mortimer
Doctorando en ingeniería (UPM); arqueólogo (UCM y Universidad de San Luis); antropólogo (Universidad de San Luis); ‘youtuber’, con su canal de motos arqueologiasobre2ruedas
La dependencia es un mal que no hacen ningún bien. Si tenemos dependencia a una persona o personas (por no saber separar y diferenciar el amor en la familia o pareja de la adicción), nunca podremos tener una relación sana.
En el caso del trabajo tener adicción al trabajo es igual de malo que tener adicción hacia una persona o personas.
Esa dependencia o necesidad de una persona, trabajo o personas es tan mala como la peor de las drogas, ya que no nos permite ver las cosas con claridad. Nos coarta por completo, al llegar a permitir la invasión completa de nuestra privacidad y espacio vital; es decir, nuestro statu quo, que es tan necesario para vivir y sobrevivir.
Al tolerar esa invasión, permitimos que nuestra libertad se vea limitada, o incluso en los casos más graves, eliminada de raíz. Como si del virus más letal se tratara. Por eso, es precisamente tan importante que siempre marquemos unos límites que nunca sean traspasados, a no ser que se trate de un caso imponderable tipo un problema de vida o muerte.
En el momento que permito que vuelvas a acercarte a mi coche y me vuelvas a dar, vamos a tener un problema, hasta que el antivirus de nuestro disco duro baje la guardia en ese aspecto (nuestra defensa más vital ante cualquier intento de ataque a nuestra libertad).
En este caso, ya no habría vuelta atrás, ya que la barrera que ha sido invadida es psicológica y no física, y volverla a colocar es realmente difícil; porque, como decía el gran Martín Luther King Jr., “la libertad nunca la otorga voluntariamente el opresor; debe ser exigida por los oprimidos” (y si los oprimidos o personas a las que se les ha contaminado su esencia no la reclaman de nuevo, nunca la recuperarán).