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La fábula del burro solidario y el manantial encantado

Autor de este cuento reflexivo: Ignacio Crespí de Valldaura

Érase una vez un burro que, todas las mañanas, abastecía de comida a varias comarcas cercanas. Los habitantes de estas circunscripciones le estaban enormemente agradecidos, puesto que, años atrás, sus tierras de labranza cayeron en barbecho; pasaron de ser terrenos muy fértiles a yermos infecundos, a páramos desolados, huérfanos de encanto y belleza.

Este cuadrúpedo caritativo sentía una alegría desbordante cada vez que portaba alimentos a las comunidades vecinas; ese júbilo inenarrable que le genera a uno la comisión de buenas obras, alborozo al que se le puede llamar ‘grado adquirido de felicidad’ (por ser superior a una mera sensación de bienestar).

Este arcangélico mamífero sentía una calma imperturbable desde que auxiliaba a los desamparados; esa tranquilidad que experimenta uno al acometer una buena obra, sosiego al que se le puede llamar ‘grado de paz adquirido’ (por ser superior a la mera relajación).

El burro solidario, en aras evitar la monotonía, aprovechaba para explorar nuevas rutas en sus periplos diarios; de esto modo, a la par que ejercía la caridad, se deleitaba en la contemplación de la belleza.

El hecho de ayudar a los demás, sumado al hábito de avizorar la hermosura de los campos, elevaba su alma a un estadio superior, a un clímax de júbilo, a un éxtasis de alborozo que no podría describir ni el más colosal de los poetas.

No hay nada que pueda proporcionar mayor placer espiritual que el amor llevado a la práctica a través de las obras; más cultivar el entendimiento, a base de macerarlo en la sabiduría contemplativa. ¿Existe, acaso, una mezcolanza más sublime?

Volviendo la mirada a esta breve historia, un tórrido día, gobernando por el despotismo de un sol tan imperial como imperioso, de esos en los que, en definitiva, hace un calor insoportable, el burro se topó con una especie de manantial encantado.

Sus aguas de color turquesa eran completamente límpidas, nada túrbidas, incorruptas, absolutamente cristalinas, sin mácula de suciedad, como una piedra preciosa virgen, desbrozada de cualquier incrustación.

Sus olas bailaban con serena beatitud. Su caudal se balanceaba con sutil y cariñosa parsimonia, con una calma impertérrita, de esas que te masajean los tímpanos con su silencio musical.

El sol radiante, el dorado astro y mariscal de la bóveda celeste, el ojo áureo que tiñe de azul la techumbre planetaria, acariciaba las aguas con cálida misericordia, sembrando sobre su superficie destellos amables, brotes luminosos que contribuían a realzar la pureza de la misma, en vez de a ensombrecerla con su fulgor implacable.

El burro, hipnotizado por la hermosura de este manantial encantado, se desprendió de las alforjas que cargaba, arrojó al suelo los nutrientes que, a lomos, transportaba, y se zambulló en las magnéticas aguas.

El venerable cuadrúpedo batía sus patas al compás rítmico del movimiento de las aguas, solazándose en la calma imperturbable de las mismas; y así, permaneció chapoteando durante horas, con una parsimonia de lo más placentera.

Esta experiencia hizo tal mella en su estado anímico que reemplazó la práctica diaria de transportar comida a las comarcas aledañas por solazarse en este manantial encantado.

Ayudar a los demás le generaba mucha calma, pero descubrió que sumergirse en estas aguas mágicas le reportaba aún mayor tranquilidad. El burro aparcó el ejercicio de la caridad en el vacío, abandonándose a la somera estupidez, a la estulticia más supina.

Moraleja: No se debe confundir la paz con la relajación.

La relajación que nos genera el recibir un masaje tailandés o un baño de agua con espuma calentita no podemos situarlo en el mismo nivel que la tranquilidad que nos reporta el ayudar a los demás o el dar un sentido profundo a nuestra vida.

Si la paz es un sentimiento de serenidad asociado a la armonía interior y a las buenas obras, la relajación es un simple estado de tranquilidad anímica. Es imprescindible que la sociedad de nuestro tiempo reflexione seriamente sobre ello.

De esto, se desprende que tampoco se deba confundir la motivación o el placer proveniente de un éxito alcanzado con la felicidad, que es la alegría provocada por las buenas obras y por envolver nuestra vida en un sentido profundo.

La paz y la felicidad no son primas, ni siquiera gemelas, sino hermanas siamesas; son los dos ventrículos de un solo corazón.

Contacta aquí con el autor de este cuento reflexivo, el escritor Ignacio Crespí de Valldaura

 

 

 

 

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