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George Orwell nos previno de la tiranía del ‘doble pensar’: ¿En qué consiste?

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Otra incoherencia intelectual de los ingenieros progresistas es instigar a sus huestes a pensar una cosa y la contraria al mismo tiempo; de tal modo que acepten lo que a ellos les interesa que acepten y que protesten en contra de aquello que les interesa que aborrezcan.

Desde el prisma filosófico, es una postura irracional y, por ende, insostenible, pero no deja de ser una táctica verdaderamente efectiva de manipulación de masas; porque soliviantar los sentimientos (pathos) tiende a ser más rentable -en términos electorales- que estimular la razón (logos); fruto ello de situar el marketing por encima de los valores (ethos) que uno atesora.

Lista de ejemplos de ‘doble pensar’

Aparte de que G.K. Chesterton dijese que conseguir que las personas abrazasen una cosa y su contraria provocaría que lo terminasen aceptando todo, George Orwell, en su novela 1984, nos alertó de una estrategia a la que bautizó como “doble pensar”; apelativo que desenmascara y pone nombre a esta realidad que está siendo abordada. Procedo a esgrimir, a la sazón, el siguiente ramillete de ejemplos:

Adherirse al ‘ismo’ del igualitarismo y conciliarlo con el ansia por prosperar en la jerarquía de una empresa; de tal modo que queden saciadas dos pasiones muy humanas y contradictorias entre sí, que son: las de envidiar que otros tengan más dinero que nosotros y, a la par, pretender adquirir mayor poder adquisitivo que aquellos que nos rodean.

Celebrar, cuando raya el amanecer, la sociedad de “progreso” en la que vivimos; y, en el crepúsculo de la tarde, predicar que las nuevas tecnologías van a arrasar con el planeta.

Alardear -e incluso ufanarse- de lo cosmopolita que uno es y mostrarse favorable a abolir los viajes en avión por las sustancias contaminantes que estos colosos motorizados emiten.

Ver las grandes ciudades como la panacea de la “e-volución”, para, a renglón seguido, pretender “camperizarlas” como si de una furgoneta jipi se tratase; o hasta mostrarse proclives a emprender, de manera “colectiva”, un éxodo urbano, pero instigado por orgullosos urbanitas, para colmo del esperpento.

Plantear la “colectivización” de las distintas esferas de la vida privada, y exaltar, minutos más tarde, un individualismo de lo más aislacionista y desinhibido.

Comportarse como estoicos durante la jornada laboral y en las comidas; para arrojarse en brazos del hedonismo después de la cena (y, así, engullir series a tutiplén) y los fines de semana.

Deificar el cuidado de la salud, metamorfosearlo en una religión pagana, y presentar enmiendas por la despenalización de las drogas.

Dar la tabarra a alguien por estar gordo cuando se trata del autor de este artículo, además de condenar el consumo de dulces, carne de cerdo y Coca-Cola, pero calificar esta conducta de “gordofobia” si la persona en cuestión es mujer, feminista y le llaman Lalachús. Si es “progre” y tiene el pelo morado, sí que puede devorar chocolatinas.

Escarnecer -con humor negro- a quienes viven la castidad y la pureza, y abogar por la prohibición de la prostitución, justo después de haber consumido una película porno.

Suplicar que beneficien a los artistas con un canon por el uso y disfrute de sus creaciones, mientras masajeamos nuestros tímpanos con múltiples y variopintas “playlists” de Spotify.

Poner tronos a las redes sociales cuando están en manos de un magnate “progresista” y demonizarlas en cuanto un optimate “de derechas” se apodera de ellas; etcétera, etcétera, etcétera…

Célebres pensadores que cayeron en el ‘doble pensar’

Este “doble pensar” no es patrimonio exclusivo del común de los mortales (del “hombre medio” ni del “hombre-masa”), sino que se trata de un extravío intelectual en el que han incurrido un sinnúmero de egregios pensadores a lo largo de la historia.

Por ejemplo, Jean-Jacques Rousseau, por un lado, parecía ser un icono progre y contestatario de su época, un brazo defensor de la democracia radical y del alejamiento de los valores tradicionales, mientras que, por otra parte, reivindicaba el retorno a una era pretecnológica, de corte ruralista (por no decir “tribal”), en la que el “buen salvaje” no estuviese contaminado por los avances propiciados por los nuevos descubrimientos. Es más, si retrocedemos unos pocos renglones, podremos cerciorarnos de que este “doble pensar” rousseauniano goza de cierto predicamento en nuestros días.

Si el idealismo es ese “ismo” que consiste en que la realidad no existe por sí misma, sino que es una creación de nuestra mente, y el empirismo representa diametralmente lo contrario, es decir, que sólo se puede considerar como válido aquello que ha sido demostrado, véase lo palpable, lo tangible, lo cuantificable y lo cristalizado, existe una modalidad de “doble pensar” basada en abrazar ambas corrientes de pensamiento al mismo tiempo.

Una manifestación fidedigna de lo expuesto en el párrafo anterior la tenemos en la filosofía de Kant, quien decía que no existe nada que no pueda ser encuadrado o clasificado en las dimensiones espacio-tiempo (un postulado extremadamente empirista), para, justo después, llegar a la conclusión de que la realidad exterior no goza de existencia, ya que es nuestra mente la que permite que exista al ordenar las cosas espacio-temporalmente dentro de la misma (una visión excesivamente idealista, lo contrario del empirismo previo que le condujo hacia tal idealismo; en resumen, una contradicción en toda regla).

Otro ejemplo de “doble pensar” con respecto al idealismo y al empirismo lo tendríamos en el pensamiento de Hegel, quien defendía un idealismo absoluto consistente en que la realidad no es una cosa, sino un proceso en el que la razón se despliega y se reconoce a sí misma; mientras que, a su vez, uno de los ejes vertebradores de su filosofía es que el curso de la historia se sostiene sobre el trípode tesis-antítesis-síntesis, algo que me resulta extremadamente empirista, dado que parece que la evolución está determinada por una demostración, por una demostración de que el choque de la tesis -lo que hay- con su antítesis da como resultado una síntesis entre ambas, y así, sucesivamente.

David Hume, reconocido como el filósofo más emblemático del empirismo, debido a la radicalidad con la que lo vivió, aceptaba el hecho de que A diese lugar a B en reiteradas ocasiones, pero negaba que eso se pudiese conceptualizar como “causa” o “causalidad”. En otras palabras, su empirismo lo llevó a tal extremo que degeneró en un escepticismo considerable (algo, desde mi punto de vista, nada tiene que ver con lo empírico). El pensar que todo hay que demostrarlo, pero, a su vez, no poder darle nombre a aquello que se demuestra ni carta de veracidad a nada de lo demostrado, véase tan sólo admitir que sucede (e incluso con reiteración), pues termina derivando en la negación de todo; una cosa bastante opuesta a lo empírico, en mi modesta opinión, ya que Hume, aparte de negar el concepto de “causa” o “causalidad”, también, negó el de “sustancia”. En síntesis, otra modalidad de “doble pensar”.

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