COLUMNISTA: Ignacio Crespí de Valldaura
Hace escasos días, un amigo reconoció que el transporte público es el escenario en el que más obras literarias ha leído en toda su vida. También, se da la coincidencia de que, recientemente, una afamada “influencer” publicó que las horas muertas dentro de un tren le ayudan sobremanera tanto a estudiar como a zambullirse en los libros. A alguien más le he escuchado pronunciarse en este sentido, aunque no recuerdo a quién (o, más bien, a quiénes).
Yo, por mi parte, me declaro un testigo adicional de esta experiencia, sobre la cual sostengo, desde hace tiempo, una teoría; ésta consiste en que al no tener nada que hacer en el transporte público, unido a la defectuosa conexión a internet que hay dentro del mismo, nos decantamos por solazarnos en el placer de la lectura.
Esto es así, a mi modesto entender, porque reina el silencio con todas las letras; sin efugios ni evasivas, sin posibilidad de distraernos con ruidos mundanales (véase con internet, series de televisión, vídeos o con alguna obligación de índole utilitarista con la que ocupar nuestro tiempo).
En el transporte público, no existen placeres en los que recrearnos, ni objetivos, tareas u obligaciones por las que afanarnos; la ausencia tanto de lo útil como de lo placentero nos instiga a emprender una travesía por los renglones de los libros.
Este silencio balsámico, sanador, al que tanto renegamos, es, precisamente, el que más nos ayuda crecer como personas, puesto que nos incentiva la lectura, la reflexión y una predisposición a escuchar la voz de Dios, tan acallada por el mundanal ruido.
De hecho, Aldoux Huxley, en su profética novela Un mundo feliz, auguró que las personas del futuro rehuirían -provistos de distractores y placebos con los que entretenerse- de ese encomiable silencio, aburrimiento y dolor que nos permite tener un encuentro íntimo con Dios.
¿Cuál es la explicación de que seamos tan reticentes a recrearnos en dicho silencio redentor? ¿Por qué necesitamos disponer de horas muertas en el interior de un tren, autobús o metro para dedicar tiempo a la lectura, al pensamiento y a la oración?
Como respuesta a tales interrogantes, considero, en primer lugar, que vivimos henchidos de voluntarismo, véase de la necesidad de hacer cosas porque sí, por el mero hecho de hacerlas (de “hacer por hacer”, como dice aquella canción de Miguel Bosé). En consecuencia, interpretamos -de manera inconsciente- la quietud propia de un silencioso momento de lectura (o de oración) como una pérdida de tiempo, puesto que detenernos, estarnos quietos, lo concebimos como una falta de acción; confundimos el actuar, el hacer, con el movimiento.
En segundo término, pienso que vivimos ávidos de utilitarismo, es decir, de una inclinación por hacer cosas útiles desde el prisma de lo pragmático, desde un punto de vista material (o laboral); y por consiguiente, vemos como una pérdida de tiempo dedicar varios minutos a la lectura (o a la oración).
Al voluntarismo y al utilitarismo, le añadiría el kantianismo (el imperativo categórico de Kant), consistente en el enaltecimiento excesivo del cumplimiento del deber, hasta tal punto que lo situemos por encima de la moral. De esta guisa, al no ver la lectura (o la oración) como “un deber cumplido”, nos acaba pareciendo -de forma inconsciente- una pérdida de tiempo.
Como puso por escrito Sir William Shakespeare, en Hamlet, “desconoce para qué existe y se dice a sí mismo: ‘tal cosa debo hacer’ ”.
¿Y por qué, en cambio, no vemos como tal pérdida de tiempo surfear por internet o atiborrarnos a series de Netflix durante horas? También, se me ocurre una respuesta con enjundia, que consiste en que, en la sociedad actual, prolifera lo que yo llamo una “moral de usufructo”, véase de “uso y disfrute”.
En base a esta “moral de uso y disfrute”, usar estaría asociado a lo útil en términos profesionales, y disfrutar, relacionado con los pasatiempos que practica la mayoría (consumo de series, de móvil, quedadas gastronómicas y esculpir la apolínea figura en el gimnasio); y como la lectura -y la oración- se encuentran fuera de la órbita del ocio común -y por tanto, bien visto-, lo concebimos, inconscientemente, como una pérdida de tiempo mayor que las actividades lúdicas recién citadas.
Por algo, Adam Zagajewski, en su ensayo Solidaridad y soledad, incidió en que la persona contemplativa tiende a dejar de ser colectiva.
¿No resulta un tanto sorprendente que aquello que más nos hace crecer como personas – ese silencio que nos invita a la lectura, la reflexión y la oración- sea justo lo que mayor reticencia nos genere?
Esta incógnita creo que quedaría despejada con el hecho de que se pretende configurar a un modelo de persona afanada por producir y consumir; de tal modo que esté ocupada en generar ingresos para las empresas, el estado y la rueda de la actividad económica, sin preocuparse por lo intelectual, lo filosófico ni lo religioso (de tal modo que sea útil y dócil); también, a determinadas compañías tecnológicas, les interesa que estemos híper-estimulados, conectados a la pantalla el mayor tiempo posible, en aras de suministrarnos publicidad de forma incesante y de recolectar información de nosotros (sus consumidores potenciales).
Mientras George Orwell temía que prohibiesen los libros, Aldous Huxley fue más atinado, al presagiar que no haría falta, dado que la gente dejaría de leerlos. Bajo mi humilde punto de vista, por el exceso de ruido, de estímulos que nos hacen cogerle alergia al silencio (un aliciente elemental para interiorizar el hábito de la lectura).
Me acabo de dar cuenta de que este arquetipo de persona entregada a producir y consumir se ajusta, al milímetro, a mi teoría de la “moral de usufructo”; de uso y disfrute, véase de entregarse a lo útil y a disfrutar de los pasatiempos comunes, convencionales, normalizados, establecidos.
Por esto último, el pensador Herbert Marcuse nos alertó, con tanto énfasis, de la construcción de un “hombre unidimensional”, es decir, uniforme, unívoco, monolítico, común, idéntico a los demás, cortado por el mismo patrón.
Este modelo de hombre colectivo queda desmontado, según Adam Zagajewski, al hacer resurgir de las cenizas al hombre contemplativo; y es, precisamente, la contemplación la que nos sumerge en el silencio, en ese oasis mudo que nos invita a leer libros, a pensar y a dialogar con Dios (véase a rezar).
A esto, cabe añadir que esta pulsión por ver como una pérdida de tiempo todos los quehaceres que se encuentren fuera de lo útil y de las actividades de ocio comunes, estándar o convencionales, no forma parte de un proceso racional, sino inconsciente. Lo concebimos como tal inconscientemente; y esto guarda relación con aquello a lo que Carl Jung denominó como “el inconsciente colectivo”.
Nuestros gustos y afinidades, en multitud de ocasiones, no los elegimos libremente, puesto que fueron previamente diseñados por otros. Muchas veces, no sabemos realmente lo que queremos, carencia que es ocupada por las querencias que otras personas instalan en nuestra mente de forma subliminal.
A la sazón, seamos rebeldes, busquemos momentos de silencio contemplativo, que nos faciliten el cultivo del intelecto a través de la lectura y el del alma, mediante la oración.
Una hora de deporte no te convierte en atleta; ni una hora delante de la televisión te transforma en cinéfilo. En cambio, una hora de lectura -de libros bien elegidos- hacen de ti una persona bastante sabia; y una hora de oración te transfigura en una especie de beato (y mayor brillo desprende todavía tu aureola, habida cuenta de la oscuridad espiritual que atraviesa la sociedad de nuestro tiempo).