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Diferencias entre ser listo, inteligente, sabio, conocedor e informado

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COLUMNISTA: Ignacio Crespí de Valldaura

Me enerva, hasta límites que no conocen órbita, cuando la gente habla de la inteligencia de los demás con somera ligereza y supina «mala baba»; algo muy similar a lo que Oscar Wilde llamaba la fuerza bruta de la opinión.

Así pues, voy a establecer las divergencias existentes entre una serie de conceptos estrechamente conectados entre sí, que coexisten y se retroalimentan, bebiendo los unos de los otros, pero que, a su vez, son diferenciables; del mismo modo que el cerebro y el corazón no sobreviven de manera aislada, pero sin dejar de ser, al mismo tiempo, dos cosas cosas distintas.

Si la cualidad de listo es atribuible a los espabilados, la inteligencia está más asociada con la capacidad de conocer o entender. Pese a ser diferenciables, no soslayemos que la una bebe de la otra.

Por ejemplo, en el seno de una empresa, el listo suele ser más ducho o avezado en conseguir que sus acciones sean premiadas, mientras el inteligente tiende a hacer mejor el trabajo, pero sin dicha habilidad para que sus jefes se lo tengan en cuenta. El primero, verbigracia, se caracteriza por ser un formidable vendedor y el segundo, un conspicuo médico de cabecera; ahora bien, es innegable que se pueda ser ambas cosas a la vez; no pasemos por alto que la una bebe de la otra.

Otro ejemplo ilustrativo de listo sería aquel político que sabe a quién aferrarse, a quiénes esquivar y qué palabras utilizar para ascender en el organigrama de su partido; mientras que el inteligente podría ser ese gestor eficaz que realiza maniobras entre bambalinas. Si Pedro Sánchez y Ayuso me parecen muy listos, Solbes y Pizarro creo que se caracterizan más por su prodigiosa inteligencia.

Si un egregio médico de cabecera es probable que sea dueño de una portentosa inteligencia, es arrolladoramente posible que un filósofo se erija en un abanderado de la sabiduría.

El sabio es una persona con un grado superior de entendimiento (sobre todo, en lo que respecta a la comprensión de las cuestiones más trascendentales), mientras que el inteligente es aquel que atesora una mayor capacidad en términos generales. Esta es, verbigracia, la diferencia que existe entre un pensador y el director de un banco, o entre el autor de este artículo y el típico ingeniero; mi sabiduría, seguramente, sea más elevada, pero él es probable que posea un cociente intelectual por encima del mío.

Si un sabio es aquel que atesora el don de leer dentro (‘intus legere’), el conocedor se caracteriza por ser ese que sabe muchas cosas (bien, alguien culto, bien, alguien experto en una materia determinada); y el informado, por su parte, sería el enterado de varios chismes, cotilleos, soplos o noticias.

Después de trazar estas diferencias, considero pertinente reproducir aquellos versos de T.S. Eliot, esos que rezan: «¿Dónde está la sabiduría? / Que se nos ha perdido en conocimiento / ¿Dónde está el conocimiento? / Que se nos ha perdido en información».

No cabe duda de que la sociedad de nuestro tiempo está hambrienta de sabios; de personas con inquietud por trascender hasta las primeras causas y los fines últimos de las cosas, a la luz de la razón; de personas habituadas a leer dentro (‘intus legere’), con penetración para comprender que lo esencial es invisible a los ojos (como decía Antoine de Saint-Exupéry, en ‘El principito’); de personas capaces de distinguir, con claridad, entre lo fundamental y lo particular.

La actualidad está sedienta de sabios; de personas que puedan adentrarse en campos del pensamiento que no les corresponden y aún así colonizarlos; de personas capaces de vertebrar los diversos elementos de la realidad bajo una estructura unificada de pensamiento (de hecho, los grandes sistemas filosóficos de la historia partieron de una idea madre, fundamental, del ser y del universo. Heráclito, por ejemplo, lo incardinó todo a su quimera del devenir; Parménides, a la unicidad panteística del ser; Aristóteles, a su tesis de acto y potencia; Kant, a su teoría del espacio y tiempo como formas a priori; Bergson, a su idea de duración o tiempo real; etcétera).

A mi juicio, esta diferencia entre sabiduría y conocimiento es equiparable a la distinción establecida, por Rafael Gambra, en su ensayo ‘Historia sencilla de la filosofía’, entre el filósofo y el enciclopedista. 

Mientras el enciclopedista sería aquel que conoce los distintos campos del saber de manera individualizada (la física, la química, las matemáticas, etcétera), el filósofo sabe armonizarlos en una urdimbre uniforme, en un porqué previo que les revista a todos ellos de sentido, de una primera causa y de un fin último (como puntualizó Santo Tomás de Aquino en dos de sus cinco vías).

Por esto último, precisamente, Aristóteles sentenció, en ‘Metafísica I, 2’, que una ciencia que «domina a las demás es más filosófica que la que está subordinada a otra». En otras palabras, que la filosofía es superior al conocimiento enciclopédico de cada campo del saber individualizado, puesto que está situado por encima de los mismos, además de presente en cada uno de ellos.

Ya declaró Heidegger, con desencanto y estupor, que la física estudia el mundo de los cuerpos… “y nada más”; la biología, la órbita de los seres vivos… “y nada más”. Ante este vacío, reivindicó la búsqueda de un todo como unidad; lo cual sólo nos otorga la filosofía.  

Como colofón final, quisiese abordar un estadio de la sabiduría superior a la humana, que es la espiritual. Mientras la primera robustece el intelecto, la segunda, como diría el Padre Pío de Pietrelcina, lo esclarece; es decir, lo hace más receptivo a la penetración de la luz divina, de tal modo que nos limpie la mirada y nos ablande el corazón.

Es cierto que la sabiduría humana nos espolea a comprender mejor el sentido de la vida, pero esa limpieza de la mirada a la hora de interpretar las cosas que nos proporciona la espiritual se sitúa en un estadio superior del entendimiento. La sapiencia divina es capaz de ablandar nuestro corazón, en pos del amor y la misericordia, hasta límites que no conocen órbita.

Aquí, puedes agregar y ponerte en contacto con el escritor Ignacio Crespí de Valldaura, autor de este artículo

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