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¿Cuáles son las diferencias entre el sabio y el culto?

COLUMNISTA: Pepocles de Antioquía

Tuve el privilegio de leer, hace escasos días, un verso de T.S. Eliot que me ha concitado a reflexionar en torno a un asunto sobre el cual llevaba tiempo anhelando disertar. La cita poética reza así:

“¿Dónde está la sabiduría, / que se nos ha perdido en conocimiento? / ¿Dónde esté el conocimiento, / que se nos ha perdido en información?”.

En este verso de T.S. Eliot, queda meridianamente reflejada la diferencia entre sabiduría, conocimiento e información.    

Desde mi humilde punto de vista, considero que la información consiste en estar enterado de múltiples y variopintos chismes, datos, anécdotas, etcétera; el conocimiento, en almacenar un cúmulo cuantioso y plausible de conocimientos sobre uno o varios asuntos; y la sabiduría, en una comprensión de las cosas llevada a un grado superior a nivel intelectivo.

El conocimiento es, a mi juicio, saber mucho de una o de varias materias, y la sabiduría, en filosofar con afán de penetrar en lo que hay más allá de lo tangible, en pos de bucear, con serena profundidad, hasta los fines últimos y las causas primeras de las cosas, además de vertebrarlo todo en una estructura unificada de pensamiento.

De hecho, los grandes sistemas filosóficos de la historia partieron de una idea madre, fundamental, del ser y del universo. Heráclito, por ejemplo, lo incardinó todo a su quimera del devenir; Parménides, a la unicidad panteística del ser; Aristóteles, a su tesis de acto y potencia; Kant, a su teoría del espacio y tiempo como formas a priori; Bergson, a su idea de duración o tiempo real; etcétera.   

Un ejemplo esclarecedor que me vino, hace un par de días, a la cabeza es el desarrollado por Juan Manuel de Prada en dos de sus artículos. En uno de ellos, titulado Cultos, concebía a éstos como aquellos que saben muchas cosas. En cambio, en su texto Sabios, diferencia a los mismos de los primeros en estos términos: “¿Qué es un sabio? No es, desde luego, un erudito, ni una persona que ha hecho un acopio ingente de conocimientos; tampoco un ‘experto’ o dominador de una ciencia o técnica concreta”.

A esto, añade que un sabio es alguien que “puede mirar el mundo con vista de águila” y que “tiene la capacidad de elevarnos desde el plano de las contingencias al plano de los principios o primeras causas”. En palabras de De Prada, se trata de una persona capaz de “adentrarse en territorios que no son los suyos (a diferencia del erudito y del ‘experto’) y colonizarlos de inmediato e incorporarlos a su orbe”. Lo concibe como un ser que “a través de sus enseñanzas, no solo nos invita a pensar, sino que nutre de esqueleto y musculatura nuestro pensamiento”, y que “no solo estimula nuestra inteligencia, sino que la abraza, la sustenta, la vigoriza, la dota de un andamiaje robusto y, a la vez, la impulsa hacia nuevas pesquisas, por caminos nunca antes transitados”.

Esta diferencia entre el culto y el sabio, también, me recuerda a la distinción que Rafael Gambra trazó, en su ensayo Historia sencilla de la filosofía, entre el enciclopedista y el filósofo.

La enciclopedia, por su parte, consiste en entender la realidad como la suma del conocimiento individualizado de cada ciencia particular (física, química, matemáticas, etcétera). La filosofía, además de abogar por el conocimiento de cada ciencia particular, va más allá: busca trascender al haz común que las une y dota de sentido, sistematizándolas dentro de una totalidad.

Heidegger, atizado por los fantasmas de la angustia y la insatisfacción, sentenció que la física estudia el mundo de los cuerpos… “y nada más”; la biología, la órbita de los seres vivos… “y nada más”. Ante esto, reivindicó la búsqueda de un todo como unidad.

Según Aristóteles, en Metafísica I,2, una ciencia que “domina a las demás es más filosófica que la que está subordinada a otra”.

De hecho, los grandes sistemas filosóficos partieron de una idea madre, fundamental, del ser y del universo. Heráclito, por ejemplo, lo incardinó todo a su quimera del devenir; Parménides, a la unicidad panteística del ser; Aristóteles, a su tesis de acto y potencia; Kant, a su teoría del espacio y tiempo como formas a priori; Bergson, a su idea de duración o tiempo real; etcétera.

Por esta razón, una sociedad que, como denunciaba T.S. Eliot, sustituye la sabiduría por el conocimiento, está abocada a su descomposición. En la época actual, abundan por doquier los cultos, encumbrados enciclopedistas, grandes conocedores de cada ciencia particular, pero escasean los sabios, los filósofos, aquellas personas con la capacidad de penetrar en lo que hay más allá de lo tangible, en pos de bucear, con serena profundidad, hasta los fines últimos y las causas primeras de las cosas, además de vertebrarlo todo en una estructura unificada de pensamiento.

Volviendo la vista a Juan Manuel de Prada y a su artículo Cultos, cabe destacar que define al culto como “alguien que había logrado recolectar, a través de un acopio de lecturas, un mogollón informe de erudiciones en batiburrillo que podía desplegar hábilmente, gracias a una memoria portentosa”, pero sin “un esqueleto de pensamiento que lo cohesionase”.

Y por ello, según De Prada, ”culto se considera al ‘gafapasta’ atento a la producción de pacotillas que lo mantienen entretenido: las novelitas sistémicas de temporada, los estrenos cinematográficos o teatrales de los que habla ‘todo el mundo’, los conciertos o exposiciones ‘del siglo’, etcétera”. A esta lista negra, añade, como no podía ser de otra manera, el conocimiento exhaustivo de la “serie de éxito”.

La sabiduría, en cambio, nos ayuda a dosificar sobre qué merece y no la pena culturizarse. Por algo, Oscar Wilde decía que vivía en una sociedad en la que se leía demasiado como para calificarla de sabia. Y por este motivo, precisamente, señaló que “Inglaterra carece de público lector, excepto de periódicos, libros de texto y enciclopedias”, ello consecuencia de su ínfimo “sentido de la belleza”.  

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