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El postureo del perfeccionismo, una tontería más del siglo XXI

COLUMNISTA: El ingenioso hidalgo Don Pepone

Llevaba tiempo deseando verter aguarrás y derramar ácido sulfúrico sobre el perfeccionismo, y una tertulia radiofónica de una renombrada psiquiatra en torno a este asunto me ha espoleado a decidirme de una vez por todas.

A lo largo y ancho de la tertulia, la egregia especialista aborda temáticas de un interés mayúsculo, superlativo. Entre la marabunta, me han llamado poderosamente la atención cuatro aportaciones: la primera, el miedo cerval que infunde esta sociedad al error, donde parece que le es negado a uno el derecho a equivocarse; la segunda, la incapacidad de disfrutar de los logros, incluso de los flamantes y atronadores, por el desasosiego que causan las pequeñas imperfecciones a los perfeccionistas; la tercera, se trata de una solución para doblegar al fantasma de la perfección obsesiva, que es el de centrarse en hacer las cosas bien en vez de perseguir ser “el mejor”. La cuarta, es otro consejo para paliar el perfeccionismo, que versa sobre buscar el 8,5 ó 9, porque esto es el equivalente a un 10 para las personas que no sufren este problema.

Abordadas algunas de las ideas desarrolladas por la conspicua doctora, procedo a exponer mi punto de vista.

Por un lado, cabe destacar que el ismo del perfeccionismo nos puede privar de hacer un sinfín de cosas que nos encantaría realizar, por el simple hecho de que si no son obras perfectas o extremadamente esculpidas, consideramos que no merece la pena ni comenzar a ejecutarlas. A esta mentalidad, respondo que el perfeccionamiento es un proceso que nunca empieza desde la perfección; y que, por cierto, jamás la alcanza. Por ello, es imprescindible arrojarse a la aventura con nuestras lógicas deficiencias.

Por otra parte, mi experiencia con algunos perfeccionistas me ha enseñado que son personas que no distinguen entre el mediano logro y el fracaso moderado, puesto que estiman que todo lo que esté por debajo de los éxitos resplandecientes no merece ser aplaudido. Incluso en el supuesto de que tu conquista sea digna del reconocimiento de un perfeccionista, es probable que el susodicho esté más pendiente de pensar en cómo mejorar todavía más que en celebrar tus metas alcanzadas.

De esto último, se desprende que el perfeccionismo nos arrastre a concebir la vida como una continua búsqueda de objetivos cada vez más ambiciosos, lo que desata un estado de nerviosismo permanente.

El perfeccionismo, también, es posible que nos sumerja en la nociva costumbre de compararnos con los demás, lo cual puede derivar, a mi juicio, en dos actitudes: una, que consideremos que nuestra obra es una bazofia, al no ser tan lograda como la de nuestro “rival”, aunque sea sublime en términos objetivos; otra, que codiciemos anhelosamente la superación de los logros ajenos, aquello que el pensador René Girard calificó como deseos miméticos.

A mí, por ejemplo, que me apasiona escribir, me ha sucedido, en más de una ocasión, que me he sentido un pésimo escritor por no manejar la pluma con la misma maestría que mis literatos predilectos, lo cual es un supino disparate, además de una ambición tan exorbitante que me acabaría arrebatando la Paz; e incluso la respiración. Cuando me asaltan este género de pensamientos, intento focalizar mi atención más en hacer las cosas bien y en mejorar que en aspirar a metamorfosearme en “el mejor”.

Además, esto de transformarse en “el mejor” tiene un amplio margen de subjetividad. No es designado como tal quien lo es objetivamente, puesto que esto depende del criterio de múltiples personas con afinidades, gustos, manías y sesgos deshonestos muy divergentes entre sí. Dicha objetividad sólo Dios la conoce. Y a esto, sumémosle que dentro de una disciplina existen tantas ramas y temáticas que nunca nadie será el que más sobresalga en todas.

Antes de terminar, otro aspecto que quería traer a colación en torno al perfeccionismo es que, en ocasiones, nos puede empujar a hacer peor las cosas. Un ejemplo ilustrativo que me viene a la cabeza es el de un palacio suntuoso que está excesivamente recargado de adornos innecesarios, exceso de opulencia que lo extravía estéticamente. Algo parecido me ha llevado ocurriendo durante años en el terreno de la escritura: de tanto esforzarme por engalanar el lenguaje, muchas veces, me he excedido de grandilocuente. Otro episodio que me resulta familiar es el de cuando tenía que redactar un texto en inglés: a base de poner demasiado esmero en exornarlo de pedanterías que me hiciesen asemejarme a Shakespeare, terminaba obteniendo una nota más baja, por aumentar el número de errores cometidos.

También, un fenómeno que abunda en la sociedad de nuestro tiempo es el de impartir discursos perfeccionistas, o el de transmitir una apariencia de perfeccionismo, cuando uno no padece dicha obsesión en absoluto, ello fruto de un postureo mercenario de lo políticamente correcto. Parece que hay que fingir ser un perfeccionista, aunque uno no lo sea.

En conclusión, algo tan encomiable como la búsqueda de la perfección se puede transfigurar en un vicio al caer en el ismo del perfeccionismo. De hecho, es una cosa que sucede con casi todos los ismos, puesto que son vicios con numerosos ribetes de virtud. Por eso, resultan tan convincentes.

Ya nos advierten las Sagradas Escrituras de que la cizaña crece muy cerca del trigo. Y por algo William Shakespeare incidía en que al vicio de la virtud una enclenque muralla los separa.

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