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Desvincula tu amor propio de los logros y no te compares con los demás

COLUMNISTA: Ignacio Crespí de Valldaura

A diferencia de la erudición que he demostrado en otras de mis publicaciones, el titular de este artículo te parecerá una obviedad huérfana de enjundia intelectual.

Pues, he de decirte que si pusiésemos estas máximas en práctica, el materialismo, la soberbia, los complejos de inferioridad, los problemas de autoestima y las demostraciones de fuerza se desvanecerían por completo.

¡Qué cantidad de problemas se disiparían si hiciésemos caso al contenido de los renglones ulteriores!

Es natural e incluso beneficioso el afán por querer cosechar triunfos, siempre y cuando no vinculemos los mismos al amor propio que nos tributamos, lo cual incluye la valoración o evaluación que hacemos de nosotros mismos. Es bueno -aunque no imprescindible, ojo- pretender recolectar algún éxito, pero sin que nuestra armonía interior dependa de ello. La dependencia es lo que conviene erradicar. Tenemos que saber estar en paz al margen de los logros y los fracasos.

Desde que leí, hace un par de meses, en un célebre libro de psicología lo expuesto en el párrafo anterior, he alcanzado un grado de serenidad verdaderamente encomiable. Simple y llanamente, por interiorizar y tomarme en serio lo desarrollado en el renglón precedente.

¡Cuántas depresiones, sinsabores y conflictos serían frustrados si nos limitásemos a poner en práctica algo tan sencillo!

Antes de leer este libro, reconozco, sin ambages ni circunloquios, que mi amor propio y paz interior dependían en exceso de mis éxitos y fracasos, de mis méritos o ausencia de ellos, de lo bien que me hacen sentir los aplausos ajenos por las reflexiones desarrolladas en los artículos que escribo, en lo que hago reír a los demás con mi sin par gracejo, en lo atractivo o poco ‘sexy’ que resulto conforme a mi delgadez y mi gordura, etcétera.

Ahora, aunque no deje de agradarme o desgradarme que me digan lo listo o tonto, guapo o feo, gracioso o falto de donaire que soy (lo contrario sería antinatural), apenas tengo dependencia de esta clase de cosas para vivir con un grado plausible de armonía. Lo importante es que no dependamos de ello.

El libro en cuestión se titula Te estás jodiendo la vida, olvídate de tu mejor versión y sé tú mismo.

Su autor es Buenaventura del Charco Olea, un psicólogo algo “famosete” y un tanto contestatario contra la cursilería imperante (que aconseje esta teoría no significa que esté de acuerdo con todo lo que dice en su ensayo, ojo; es más, llega a una serie de conclusiones existencialistas y algo nietzscheanas que difieren significativamente de mi pensamiento escolástico).

El citado especialista hace un fervoroso hincapié en deslindar el estar en paz con nosotros mismos de aquello que conseguimos; y además, deja rotundamente claro que esta aspiración no es una idea peregrina esculpida por su imaginación, sino algo que defienden “máximos exponentes” como Albert Ellis, Alfred Korzybski, Carl Rogers, Fritz Perls, Sigmund Freud, Carl Jung, Steven Hayes, Kristin Neff y Leslie Greenberg.

De eliminar la dependencia al logro en rigor se trata. A juicio del citado psicólogo, la palabra “autoestima” ha hecho mucho daño, puesto que nos lleva a hacer una evaluación de nosotros mismos conforme a los éxitos cosechados.

De hecho, cita un libro de Albert Ellis titulado El mito de la autoestima, a lo que añade una conclusión lapidaria de Carl Jung, la cual reza así: “Quien mira fuera, sueña; quien mira dentro, despierta”; esta frase me recuerda a aquella enseñanza de Cándido, de Voltaire, que dice que más vale cuidar el propio jardín interior que buscar tesoros allende los mares.

Erradicar la dependencia al éxito, para puntuarnos bien a nosotros mismos, como si las personas fuésemos el fútil folio de un examen, no significa anular el interés por pretender alcanzar alguno. Esto es algo que ya he dicho, pero como albergo la sensación de que hay que decir, repetir y subrayar con luces de neón todo para que no te malinterpreten, no me privo de esclarecerlo.

En sintonía con lo expuesto, al hilo de lo desarrollado, el autor del libro agrega que es importante aprender a separar el aceptarnos a nosotros mismos de aceptar nuestros errores.

Lo primero, es beneficioso; lo segundo, pernicioso; pero más ominoso sería todavía que nuestra aceptación personal dependa, por entero, de nuestros aciertos o desatinos.

El autor incide en que tenemos que aprender a reconocer cosas que no nos gustan de nosotros mismos, sin que ello implique dejar de aceptarnos como personas. Desde mi humilde punto de vista, deslindar la aceptación personal de la de nuestros logros propiciaría que muchos cesasen de autojustificarse, que dejasen de autoconvencerse de que todo lo que hacen tiene que ser digno de encomio y aplauso.

A esto, el citado psicólogo añade que dicha separación acabaría facilitando que nos enfrentásemos a esas cosas que nos disgustan de nosotros mismos, puesto que el exceso de autoculpa tiende a generar bloqueo.

Doy fe de ello, puesto que, desde que lo pongo en práctica, me siento menos bloqueado a la hora de corregir una parte de mis defectos.

En definitiva, Buenaventura del Charco Olea propone que aprendamos a decirnos, en nuestro diálogo interno, que tal o cual cosa de nosotros mismos no nos gusta, pero que ello no implica que dejemos de querernos, de tributarnos amor, de aceptarnos como personas.

Yo llevo, cerca de dos meses, interiorizando este mensaje, y no sabéis la tranquilidad y ausencia de ralladas que me está proporcionando; y como he dicho en el párrafo anterior, me siento menos bloqueado a la hora de corregir aquello que me disgusta de mi conducta y de mis malos hábitos.

Lo expuesto empuja al autor del libro a trazar una distinción entre la culpa sana y la nociva.

La primera sería aquella que nos mueve a pedir disculpas, confesar, reparar y reconocer el error, esa culpabilidad que, como dice el psiquiatra Irvin D. Yalom, en su archiconocida obra La cura Schopenhauer, nos lleva a responsabilizarnos de nuestros actos. La segunda consistiría en esa que se instala en nosotros de forma permanente, pegajosa, corrosiva, punzante, que se cronifica, que nos bloquea y oprime.

Por consiguiente, el aceptarnos a nosotros mismos, a la par que somos capaces de reconocer nuestras flaquezas sin tratar de justificarlas, permite que aprendamos a sentir la culpa sana en detrimento de la insana.

Pese a esto, sí que me gustaría advertir de un posible peligro en el que pienso que podría degenerar esta teoría llevada al paroxismo, que es el de que nos quedemos tan extremadamente tranquilos, a base de aceptarnos a nosotros mismos, que anulemos cualquier ribete, destello o atisbo de dolor, por leve que sea, por los errores que cometemos. Por algo, considero necesario insistir machaconamente en que la autoaceptación no significa aceptar las flaquezas.

Otro aspecto que se encuentra en íntima avenencia con todo lo desarrollado es el de rehuir de las comparaciones, las cuales “son odiosas”, como dice el refrán.

Cuando nos comparamos con Menganito, Fulanito, Zutanito o Naranjito, empezamos automáticamente a autoevaluarnos, a valorarnos a nosotros mismos de acuerdo con nuestros logros y fracasos, a asociar nuestro amor propio y paz interior con aquello que conseguimos.

Si aprendemos a decirnos a nosotros mismos cosas como “Fulanito es mejor que yo en tal cosa, lo admito, ¿Y qué más da?”, “Periquito es más guapo que yo y las chicas le hacían más caso cuando éramos solteros, pues, vale”, “me importa un comino en qué soy superior o inferior a Naranjito”, “he fracasado en tal o cual aspecto, ¿Y qué importa realmente?”, nos volveremos menos dependientes de los triunfos y de los complejos -tanto de superioridad como de inferioridad- que nos producen las comparaciones.

Admito, con escasa vergüenza y bastante descaro, que antes de empaparme de estas enseñanzas, solía entrar en la espiral de sentirme un “fracasado” tras haber visto, en LinkedIn (la curia del postureo), lo bien que le iba a Menganito en comparación conmigo; y trataba de paliar mi sufrimiento a base de vanagloriarme de lo sabio que soy por las reflexiones tan macanudas que alumbro en mis escritos, las cuales, seguramente, no sería capaz de desarrollar la persona con la que me estaba comparando mentalmente. Entraba en ese bucle de lo más lacerante y estúpido.

Gracias a Dios, he aprendido, durante estos dos últimos meses, a no volverme dependiente ni de mis capacidades como disertador filosófico para tributarme amor propio, ni de sentirme un “fracasado” o un “triunfador” por ser o no el paladín de la república digital de LinkedIn.

Ahora, soy capaz de decirme a mí mismo: “Zutanito lo ha petado mucho más que yo y me alegro por él; cada cual tiene su misión en la vida”. Y no sabéis la tranquilidad interior que me está proporcionando este aprendizaje.

Como me gusta marcar los límites de todas mis disertaciones, también, quiero puntualizar que, con esto último, no pretendo defender que haya que emanciparse de lo que hacen otros hasta el punto de abjurar, por entero, de las costumbres y las convenciones sociales, de lo establecido, puesto que esto nos podría arrastrar hacia la locura y el estancamiento.

Simple y llanamente, insto a mis lectores a dejar de obsesionarse con comparaciones, tan insanas como innecesarias, que nos perjudican por dentro. Sí que es bueno prestar algo de atención a lo que hacen los demás, siempre que eso nos espolee a mejorar y que no nos sumerja en los derroteros de la amargura competitiva. Sentido común y equilibrio, ante todo.

Tengo que reconocer que seguramente no hubiese logrado este desprendimiento de los honores materialistas, que desatan bien, soberbia, o bien, complejo de inferioridad, sin el cultivo de la fe católica y de su filosofía, conocida como “escolástica”.

Santo Tomás de Aquino, el padre de la escolástica, puso un especial énfasis en la importancia de que lo que llega al intelecto es filtrado previamente por los sentidos, enseñanza que recoge el aforismo latino “nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu”.

De ahí, que me parezca tan importante la buena relación entre espiritualidad católica y psicología, el hecho de sanar los sentidos para llevar una vida cristiana saludable.

Leí, hace escasos días, un libro fabuloso, titulado Mi psicólogo se llama Jesús, publicado por Paulinas, la editorial de la librería San Pablo, y escrito por un periodista con una fabulosa formación católica, llamado Carlo Nesti.

Además de las todopoderosas enseñanzas que atesora, la extensión de la obra es de unas cien páginas, por lo que el autor demuestra una prodigiosa capacidad de síntesis. Por todo esto, recomiendo encarecidamente su lectura. Es de esos opúsculos o ensayos breves que consiguen transformarte por dentro.

El autor de este opúsculo incide en que, a ojos de Dios, somos únicos e irrepetibles, que cada uno tiene unos talentos y una misión individual en esta vida, razón por la cual carece de sentido estabularnos en las comparaciones. En esta línea, precisa que tampoco hemos de cultivar la vida espiritual más que Fulano o Mengano, como si de una competición se tratase, sino con amor al Señor y al prójimo, de acuerdo con la vocación que nos ha sido asignada.

De hecho, San Pablo nos lo revela de manera irreprochablemente clara, cristalina, meridiana; en 1Cor 7,7, indica que “cada uno recibe de Dios su propio don: unos de una manera, otros de otra”; y en Ef 4,30, ruega “que os comportéis como corresponde a la vocación con la que habéis sido llamados”.

Carlo Nesti, también, pone de manifiesto la importancia de evitar querernos a nosotros mismos en base a lo que hacemos y a nuestras capacidades. Hemos de amarnos por la dignidad que nos otorga el ser hijos de Dios. A esto, añade que para amar al prójimo, es aconsejable, en palabras de Anthony de Mello, “dejar de odiarte a ti mismo”.

Bajo mi modesto criterio, creo que odiarse a uno mismo es pecado, dado que si tenemos encomendado el cometido de amar a Dios y al prójimo, dicho amor es extensible a nosotros, como hijos del Señor y miembros de la humanidad que somos. En otras palabras, si los demás merecen ser amados, nosotros también.

El autor de Mi psicólogo se llama Jesús pone de relieve la importancia de sanar nuestra voz interior, nuestro diálogo interno, véase cómo nos hablamos a nosotros mismos. A la sazón, nos insta a sustituir expresiones como “soy un inútil” por “en aquel momento no fui capaz”, o recordar que “podríamos estar peor”. Admito que este enfoque me está ayudando sobremanera a liberarme de la tribulación.

De facto, Carlo Nesti nos alerta de las trampas para zorros del pesimismo, la resignación y los pensamientos destructivos, dado que son formas de masoquismo que nos generan bloqueo y somatización (véase daño físico, extravío de la salud).

Es cierto que las Sagradas Escrituras no están exentas de palabras duras, como que “la puerta es estrecha”, “angosto el camino” y que “son pocos los que lo encuentran”, además de que hemos de tener la llegada de la muerte muy presente en nuestras vidas, para que Dios nos pide confesados, puesto que puede sobrevenir en cualquier momento, que no sabemos el día ni la hora. Como dijo Oscar Wilde, en De profundis, el alma tiene que estar perfumada para la venida del novio.

Aunque resulte paradójico, este fortísimo tirón de orejas propinado por el Señor, este miedo cerval a morir en pecado mortal que nos infunde, no quita que sea un error tener una visión demasiado punitiva del Altísimo, dado que se humilló hasta el punto de ser crucificado con el objetivo de salvarnos.

Jesús nos dijo “no temáis”, si estáis en gracia de Dios; además de recordarnos que ni ojo vio, ni oído oyó el infinito premio eterno que le espera a aquellos le amen y cumplan sus mandamientos. En palabras de B.B. Spinoza, “el miedo no puede estar sin esperanza, y ninguna esperanza sin miedo”.

Con respecto a evitar el albergar una visión demasiado punitiva de Dios, Carlo Nesti nos recuerda las siguientes palabras de esperanza plasmadas sobre las Sagradas Escrituras: “¿Por qué come con publicanos y pecadores?” Jesús lo oyó y les dijo: “No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores”.

Parafraseando a G.K. Chesterton, la Iglesia no es la asamblea de los justos, sino el hospital de los pecadores.

Por consiguiente, el que se sienta sucio e  indigno de entrar en un templo católico y de merecer el amor de Dios por la magnitud de sus pecados, está terriblemente equivocado. Es más, está invitado con mayor énfasis, puesto que las ovejas descarriadas gozan de prioridad a la hora de acceder al redil.

Mientras Esquilo, en la Grecia pagana y precristiana, decía que los dioses contribuyen a hundir todavía más a los malhechores, San Pablo nos revela que Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva.

Esto me da a entender que cuando pecamos, Dios no nos está esperando con el rostro avinagrado y un látigo de la justicia en la mano, sino con la cara cubierta de lágrimas y los brazos abiertos, con unas ansias abrasadoras de que volvamos a Él.

Esta conclusión, también, está detonando en mi interior un grado de paz bastante balsámico y reconfortante, puesto que solía ver a Dios como alguien con ganas de ajusticiarme después de pecar contra Él; y ahora, me doy cuenta de que es todo lo contrario, que esta visión punitiva del Señor es de índole pagana, que se corresponde más con el sadismo de los dioses de Esquilo que con la misericordia de Nuestro Padre divino.

Aprovecho el colofón final de este artículo para decir que espero que el mismo  te haya servido para desvincular tu paz interior y amor propio de los éxitos y fracasos mundanos, y para cerciorarte de que compararte con los demás no te conduce a buen puerto; todo ello abordado desde una perspectiva tanto psicológica como filosófica y teológica.

Contacta aquí con Ignacio Crespí de Valldaura, autor de este artículo

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