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¿Cuál es la verdadera causa de esta puta guerra?

COLUMNISTA: Pepocles de Antioquía

Se han derramado toneladas de tinta en torno a las causas materiales de este cruento y escalofriante conflicto. Por esta razón, voy a hacer una excepción a la tónica general, en aras de trascender hasta el origen filosófico, hasta el arjé de esta contienda ahogada en lágrimas humeantes de terror y en purulentos surcos de sangre.

Una de las causas primigenias de esta guerra radica en el deseo de apropiarnos de todo lo que tengan los demás; aquel peligro del que alerta el Décimo Mandamiento de la Ley de Dios, del que tan poco se habla, y el cual reza: No codiciarás los bienes ajenos.

De hecho, al departir con la gente, a menudo, tengo la impresión de que es imprescindible hacer las cosas catapultado por el ansia de ser mejor que los demás, de buscar un competidor al que superar para autoafirmarse. Por ejemplo, si montas un negocio, parece que eres un extraterrestre si no te fijas en otro con el que compararte y cuya gloria ambicionar. Verbigracia, si eres avezado en el arte de la escritura, poco tarda Fulanito en aparecer para comparar tu don literario con el de Menganito. Parece que es anatema o delito cultivar habilidades sin borrar al rival del horizonte de nuestros anhelos. Es más, la competitividad desaforada es un vicio que, sin darnos cuenta, ha sido metamorfoseado en virtud; ser competitivo está peligrosamente sobrevalorado, interpretado como la aptitud de las personas con actitud.

Esta pulsión por codiciar los logros ajenos afecta a abigarradas y multiformes esferas de la realidad, espectro que abarca desde la competitividad empresarial (consistente en desarbolar a la compañía rival con inclemencia), hasta las pugnas entre imperios por comerle la tostada al adversario (y esta rivalidad deviene en sediciosa, esparciendo el hedor a pólvora detonado por sus guerras).

Esta relación entre codicia, competitividad desaforada y belicismo quedó reverberada con nitidez durante los procelosos años de la Guerra Fría.

Si el coloso ruso hizo una exhibición de poderío y musculatura lanzando al espacio su Sputnik, el paquidermo norteamericano respondió poniendo en órbita su Explorer I; y lo mismo sucedió con el tándem Yuri Gagarin (quien fue erigida, en 1961, como la primera persona en surcar el espacio, desde el interior de la nave Vostok I) versus los cosmonautas Neil Armstrong, Michael Collins y Buzz Aldrin (quienes se alzaron, en 1969, como los primeros en trepar hasta la luna, propulsados por el célebre Apolo XI).

Si posamos la mirada sobre el ámbito de la literatura, recordaremos que fueron utilizadas como instrumento de rivalidad intelectual las figuras de Fiódor Dostoievski contra Mark Twain, de León Tolstoi frente a John Steinbeck, o de Antón Chéjov versus Ernest Hemingway.

En el terreno de la música, la Orquesta Sinfónica de Filadelfia pendenció con la Tchaikovsky de Moscú.

En lo concerniente al perímetro gastronómico, Richard Nixon y Nikita Khrushchev se enzarzaron en un chisporroteante debate sobre cuál de los dos sistemas proporcionaba mejores cocinas, como demostración de cuál ofrecía una calidad de vida más deseable.

En lo que respecta a la esfera del deporte, fue memorable la lid entre los ajedrecistas Bobby Fischer y Boris Spassky, además del contraste entre la velocidad relampagueante de Carl Lewis y los estratosféricos saltos de pértiga de Serguéi Bubka.

Esta conflictividad se propagó por todos los niveles, inclusive el de los dibujos animados, donde los entrañables Pato Donald y Mickey Mouse gozaron de oponentes como el risueño Cheburashka y su pizpireto cocodrilo Guena.

A este deseo de tener lo que otros tienen, lo bautizó el filósofo y antropólogo René Girard como mímesis.

De este modo, sentó las bases de una teoría capaz de explicar uno de los principales motores de la acción humana; hasta el punto de ser recordado en Stanford como el nuevo Darwin de las ciencias humanas.

René Girard definió mímesis como el deseo del otro al que emulamos. De esto, se desprende que imitemos a los demás con un apasionado anhelo y que codiciemos tener lo mismo que ellos.

Este filósofo analizó esta realidad desde una inmensa plétora de ángulos y perspectivas, en aras de demostrar la infalibilidad de su teoría. Por ejemplo, se adentró hasta las marismas de la novela del siglo XVI y en consecuencia, detectó que el Don Quijote de Cervantes desea tener lo mismo que el caballero Amadís de Gaula. Además, René Girard se cercioró de que la literatura decimonónica, también, está fuertemente impregnada de esta suerte de deseos miméticos, lo cual se encuentra reflejado en obras de autores como Flaubert, Stendhal, Marcel Proust y Fiódor Dostoievski.

A juicio de René Girard, este deseo mimético (mímesis) de tener lo que otros tienen nos arrastra a considerar al prójimo como un rival, como un competidor, lo cual nos termina irremisiblemente abocando a la violencia. Incluso, según Freud, podemos llegar a considerar a nuestro propio padre como un oponente, al ansiar apropiarnos de lo que él atesora.

Si el primer paso consiste en el deseo mimético (mímesis) de tener lo que otros tienen y el segundo es concebir a los demás como rivales o competidores, el tercero desemboca en la búsqueda de un chivo expiatorio, véase de un enemigo común.

Esta es la causa de que en las sociedades paganas, por ejemplo, se designase a un animal al que sacrificar, o de que la mujer de César, la creada por Shakespeare, sentenciase, después de que su Augusto marido fuese asesinado, que “la gran Roma chupará su sangre vivificante”. Otro ejemplo irreprochablemente ilustrativo y fidedigno lo encontramos en Juan 11, 50, que reza: Caifás, que era sumo sacerdote ese año, les dijo: Vosotros no sabéis nada, no tenéis en cuenta que os es más conveniente que un hombre muera por el pueblo, y no que toda la nación perezca.

René Girard agregó que la crucifixión de Cristo aportó una novedad, que consiste en que la víctima, Jesucristo, es inocente, lo cual rompió con la falsa sacralidad de los sacrificios de chivos expiatorios. Además, el sacrificio del Señor en la Cruz redujo los deseos miméticos de la humanidad, a contrario sensu que en el resto de los casos.

Por consiguiente, el Cristianismo rompe con los deseos miméticos (mímesis), puesto que predica sustituir el desear lo que otros tienen por desear la imitación de Cristo y de los Santos, pasando, así, de la insalubre competencia o rivalidad a la forja del carácter contrario, rebosante de humildad y misericordia.

Por consiguiente, el catolicismo, vivido con su correlativo amor y entrega, mina nuestros deseos miméticos (mímesis), mengua nuestras ansias por tener lo que otros tienen, por codiciar los bienes ajenos; y por ende, pasamos a desear la imitación de Cristo.

Por esta razón, según René Girard, tras la secularización de la sociedad producida en el ocaso de la Edad Media, véase con el advenimiento de la Época Moderna, siglo XVI, se consolidaron dos entidades que sirven a lo falso sagrado; una es la concepción del Estado desarrollada en el Leviatán, de Hobbes, el cual nos aporta seguridad a expensas de intensificar su poder destructivo y militar; la otra, el culto al mercado, pasión que ofrece  infinitos bienes materiales para satisfacer los deseos miméticos.

Esta falsa sacralidad del Estado y del mercado, también, tiene a sus chivos expiatorios, como lo son la defenestración del tercer mundo y del medioambiente.

Y en lo concerniente al terreno de las guerras modernas, René Girard las concibe como conflictos de exterminio, en los que se dibuja al rival como un no-humano.

Como colofón final, considero pertinente volver a mencionar el Décimo Mandamiento de la Ley de Dios, cuyo tenor literal reza: No codiciarás los bienes ajenos.

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