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Crónicas de 2 semanas maniatado por el virus del Covid

Columnista: Íñigo Bou-Crespins, bohemio y escritor

Esta no es la crónica de un héroe con nimbo dorado. Ni siquiera la de un superviviente de un Covid salvaje, pero sí la un quejica profesional que ha pasado unos días de un malestar imperecedero, de un sinsabor permanente, que no se desvanecía ante la floresta de medicinas suministradas.

Hay una sensación que ha estado presente en todo momento y es el malestar incesante, con independencia de lo que hiciera. Aunque tratase de refugiarme en actividades que mínimamente me pudiesen agradar, éstas lo único que hacían era amortiguar el impacto de la abulia, pero el sabor agrio continuaba presidiendo mi estado de ánimo.

Aunque me pusiese delante de una de mis películas favoritas, el malestar era de tal voltaje que la veía con acentuada desgana, como si se tratase de un largometraje malo que alguien me está obligando a consumir. Y esta ha sido mi sensación con lo que más me apetecía hacer, por lo que deteneos a imaginar aquellos que no hayáis pasado por este trance.

Ha llegado un momento que de tanto repetir capítulos de The Crown y de Tintín como un sonsonete monocorde, creo que los he llegado a terminar odiando. Esto me recuerda a cuando me gustaban las alcachofas y les cogí un día manía después de ponerme malo.

Algo similar me ha ocurrido al intentar releer mis libros predilectos, una de las pocas aficiones que me apetecía mínimamente cultivar al estar indispuesto ante tan mayúsculo embotamiento.

A este malestar y sinsabor, cabe agregarle el cargo de conciencia que he sentido al verme incapaz de hacer nada productivo y honorable por la humanidad. Pero, ahora, que he sido capaz de encender el ordenador por primera vez en once días, he comprendido que estaba sinceramente indispuesto, que no se trataba de una excusa barata, que no era algo psicológico, fruto de mi imaginación, sino latente, vivo, real.

El abotargamiento ha sido real. He estado atocinado por los cuatro costados. Todas las mañanas me despertaba con un punzante dolor de cabeza, la boca reseca y un acaloramiento de lo más pegajoso. Y para colmo, el cuerpo me pedía antes continuar en la cama con este cúmulo de sensaciones que levantarme de la misma. Me encontraba en un callejón sin salida.

También, he pasado numerosos días con el apetito minado, sin querer desayunar ni almorzar, para recuperar unas briznas de hambre a partir de media tarde, pero de cosas muy digeribles, como pavo, queso fresco y yogurt.

Y ahora, me toca esperar tres días de clausura, pero ya, por lo menos, me encuentro con ganas de comer y delante del ordenador cavilando nuevos escritos, con ánimo de hacer cosas, de producir, y liberado de las garras del punzante malestar que me tenía maniatado los días anteriores. Aunque todavía me cueste creerlo, después de la tormenta, viene la calma.  

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