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Emocionantes reflexiones sobre San Dimas, El buen ladrón

COLUMNISTA: Ignacio Crespí de Valldaura

La canonización de Dimas, El buen ladrón, es uno de esos sucesos -relacionados con la Pasión de Cristo- que me producen una fascinación inusitada.

Que un hombre condenado a la crucifixión por latrocinio sea uno de los primeros santos reconocidos de la historia (quizá el primero) considero que atesora un mensaje bíblico de lo más hondo, paradójico y hermoso.

El hecho de que Jesucristo, al ver la humildad y sinceridad del arrepentimiento de Dimas, le anunciase que estaría con Él en el Paraíso, creo, desde mi humilde punto de vista, que rompe con esa mentalidad puritana que separa a los incorruptibles de los pecadores, y que considera a los primeros como intachables y tacha a los segundos de irredentos, de desviados, de perdidos; una manera de ver la realidad, por cierto, bastante simplona, reduccionista, y por desdicha, demasiado frecuente.  

También, percibo en la reacción de Dimas un gesto de lealtad insólito, que sobresale en un momento en el que Jesucristo estaba siendo vilmente ultrajado y escarnecido por la muchedumbre. Ahí, resplandeció la pureza de corazón de un pecador confeso, nada más y nada menos que de alguien condenado por robar. Esto es un ejemplo de cómo, a la hora de la verdad, puede dar la cara por Dios -y por el bien- aquel de quien menos te lo esperas.

Como dijo un sacerdote en un sermón, San Dimas hizo uno de los mayores actos de fe de la historia, al ser capaz de ver a Dios en un hombre lacerado y moribundo.

Que semejante acto de fe proviniese de un ladrón demuestra que juzgar es, en buena medida, un error, por el hecho de que nos suele conducir hacia conclusiones equivocadas.

A esto, cabe añadir que detrás de la vida disoluta y pecadora de alguien, puede alojarse una limpieza de corazón inesperada.

Como decía Oscar Wilde en una de sus obras de teatro, las personas calificadas como “malas” pueden tener momentos solemnes de arrepentimiento, de generosidad, de dolor, de sacrificio.

Wilde, también, puso por escrito, en otra de sus obras, que el arrepentimiento ante Dios es uno de los gestos más bellos y sublimes de la vida de un cristiano; y a mi juicio, la humildad, el desprendimiento y el dolor de los pecados que demuestra Dimas ante Jesucristo es una prueba fehaciente de hasta qué punto esto es cierto: hasta el punto de que Jesús le anuncia que se verían en el Paraíso.

Fiódor Dostoievski, en su espectacular novela Los hermanos Karamázov, dedica un hermosísimo párrafo al arrepentimiento de alguien que había contado sus pecados en Confesión.

El renglón reza así: «Que la contrición no se extinga en ti y Dios todo lo perdonará. No hay ni puede haber pecado en la tierra que el Señor no perdone a quien se arrepiente de veras. El hombre no puede cometer un pecado tan grande que agote el amor infinito de Dios. ¿Acaso puede haber un pecado que supere al amor de Dios? Preocúpate sólo, sin cesar, del arrepentimiento, y desecha el temor. Cree que Dios te ama hasta tal punto que tú no puedes imaginarlo, te ama a pesar de tu pecado (…). Por uno que se arrepiente hay en el cielo más alegría que por diez justos». 

Además, lo veo como una demostración de que la santidad está al alcance de todos, sea cual sea la magnitud de nuestros pecados y las circunstancias en las que nos hallemos inmersos. Es más, no sólo se limita a encontrarse a nuestro alcance, sino que estamos todos llamados a alcanzarla.

Dicho esto, procedo a reproducir el apasionante pasaje bíblico de San Dimas:

 «Y con Él crucificaron dos ladrones, uno a la derecha y otro a la izquierda de Él. Y fue cumplida la Escritura que dice: Y fue contado entre los inicuos.

«Uno de los malhechores le insultaba diciendo: ¿No eres Tú el Mesías? Sálvate a Ti mismo y a nosotros.

«Más el otro, respondiendo, le reconvenía diciendo: ¿Ni siquiera temes tú a Dios estando en el mismo suplicio? Nosotros, la verdad, lo estamos justamente, pues recibimos el justo pago de lo que hicimos; mas Éste nada ha hecho; y decía a Jesús Acuérdate de mí cuando vinieres en la gloria de tu realeza.

«Díjole: En verdad te digo, que hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Marcos 17, 27s. y Lucas 23, 39-43).

Contacta aquí con el autor de este artículo, el escritor Ignacio Crespí de Valldaura

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