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El lavatorio de pies: el gesto de un Dios al servicio del hombre

COLUMNISTA: Ignacio Crespí de Valldaura

Hay un episodio previo a la Pasión de Cristo que me causa una fascinación exorbitante; éste es el del lavatorio de pies que Jesús realizó a sus discípulos, los doce Apóstoles.

Aquí, se pone de manifiesto, de manera absolutamente meridiana, clarividente, el eje central de la Majestad de Cristo: el mostrarse ante los hombres como un Rey siervo, al entero servicio de nosotros, con entrega infinitamente amorosa y humilde, hasta el punto de agacharse para lavarnos los pies.

En estos términos, Jesucristo se lo comunicó a sus discípulos: «el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos, que tampoco el Hijo del Hombre ha venido a ser servido si no a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mc 10, 43-45).

De esto, extraigo la conclusión personal de que por muy díscolos, miserables y pecadores que hayamos sido, Dios no se muestra ante nosotros como un juez implacable, como un justiciero terrorífico, de mirada torva, con afán por propinarnos un severo castigo, sino que se halla arrodillado ante nosotros, esperando nuestro arrepentimiento con unas ansias ardientes, flamígeras, abrasadoras, y con los ojos anegados en lágrimas. Por esto, creo que nos dice que nada tenemos que temer los que volvamos al redil a través del perdón y la Gracia.

Esto, más que espolearnos a solazarnos en una cómoda tranquilidad, nos debería doler con mayor intensidad. El remordimiento por el hecho de que Dios, al no abrirle las puertas de nuestro corazón, se encuentre sufriendo y pasando frío por no ser recibido en la morada de nuestra alma, debería ser superior al terror que pudiera infundirnos la cólera Divina.

Fiódor Dostoievski, en su hermosísima novela Los hermanos Karamázov, narra cómo el ermitaño Zósima se postró, hasta tocar el suelo con la frente, ante el deplorable Dmitri Fiódorovich.

Este gesto suscita al lector un amplísimo elenco de interpretaciones (incluso, algunas de corte un tanto siniestra), pero yo lo percibo, desde mi limitada óptica, como una preciosa demostración de amor y servidumbre ante un pecador de lo más ilegible y de lo menos virtuoso. Lo interpreto como una manera meridiana de ilustrar lo que cada uno de nosotros significa para Dios, por muy alejado que alguien se pueda encontrar de Él. Me recuerda al lavatorio de pies de Cristo a los Apóstoles, aunque mi manera de verlo sea seguramente equivocada, distinta a la que el eximio autor del libro pretendía dibujar.

Dejando a un lado mis elucubraciones personales, hay algo de lo que no cabe duda alguna: la llamada que Cristo nos hace a servir a los demás con humildad, hasta el punto de ser capaces de agacharnos para lavar los pies de nuestro prójimo.

Este gesto de Jesucristo cambia el paradigma: rompe con el carácter distante de los dioses antiguos, y con la prepotencia de aquellos caudillos políticos que eran deificados -en términos literales- por sus súbditos. La Divina Majestad de Cristo nos obsequia con un Rey siervo, cercano, que se agacha para limpiarnos los pies y que se deja crucificar a causa de nuestro pecado, con la máxima de redimirnos.

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