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Boris Johnson, otro hipócrita conservador: progre en lo ético y de derechas en lo estético

AUTOR: El ingenioso hidalgo Don Pepone

Boris Johnson es tanto la reviviscencia como la viva imagen del hipócrita conservador: progre en lo ético y de derechas en lo estético; es decir, de moral laxa en lo que a principios cristianos se refiere, pero reaccionario en el escaparate de las apariencias. Esta orfandad de fondo, de alma, compensado por una exacerbación en las formas es un sello puramente británico.  

Boris Johnson es un estandarte más de esta palpitante realidad; del mismo modo que lo fueron su predecesor David Cameron o la deificada figura de Sir Winston Churchill. Este último fue elevado en volandas como uno de los adalides del risorgimiento de la derecha. Y seguramente lo sería, por su formidable papel durante la II Guerra Mundial, pero de un derechismo materialista, marketiniano, de postín, desenraizado de las verdaderas batallas espirituales; lo cual desemboca en un patriotismo de corte y confección.  

Winston Churchill, verbigracia, se postuló como entusiasta de realizar esterilizaciones masivas a los enfermos mentales, además de ser un político que estuvo incesantemente basculando entre el Partido Liberal y el Conservador. David Cameron, por su parte, fue un fervoroso impulsor de las doctrinas de género. Y Boris Johnson no tuvo reparo en enarbolar la bandera del arcoíris las veces que hiciese falta, ni en asumir el discurso feminista y ecologista de signo globalista, ni en compadrear con Joe Biden o Justin Trudeau.   

Este es el modus operandi que delata al Partido Conservador británico. Una formación política que parece la más reaccionaria de Europa por conservar la etiqueta de conservadora en su propia denominación; pero que, luego, es de las que menos empacho tiene en aprobar leyes aberrantes de género, antinatalistas, eugenésicas, y de similar pelaje, pelambrera, calaña, catadura y estofa.  

El Partido Conservador no se limita cobardemente a conservar estas leyes, como hacen buena parte de sus homólogos occidentales, sino que es él el que tiene el descaro de promulgarlas. Da un paso hacia adelante, mueve ficha, se comporta de un modo que poco dista del de la izquierda progre; y seguramente lo haga para que esta última no tenga ninguna medalla que colgarse de cara al maleable y estólido pueblo.  

Ahora bien, el Partido Conservador británico, tan avezado en maquiavelismo o sórdida astucia, consigue no sólo evitar ser tachado de progre, sino dar la imagen de abanderado occidental del conservadurismo más puro y audaz. ¿Y qué hace para lograr venderse como esta marca centinela? Pues, hacer una exhibición de musculatura en el resto de las materias, en aquellas que no entrañen cuestiones éticas elementales o principios no negociables; de tal modo que el establishment se lo consienta.  

Boris Johnson, por ejemplo, ha pasado a la historia de Reino Unido como un conservador aguerrido, con las agallas de abrir los pesados pórticos del Brexit; y así, lograr que su nación dejase de ser un estado sumiso de esa Unión Europea que ensombrece la grandeza de Gran Bretaña. Eso sí, nada más aprobarlo, subrayó, con términos muy meridianos, que no se desmarcaría de la UE en cuestiones ideológicas mercenarias de la corrección política.  

Como ilustrativo y fidedigno hipócrita conservador, Boris Johnson es progre en el fondo, pero reaccionario en las formas. Es un maestro de la apariencia. Consigue fingir que es un paladín de la derecha redentora, cuando, en lo esencial, es otro plutócrata y preboste al servicio del globalismo; pero lo disfraza con su carácter brexiter y con su inmaculado acento british, aquilatado en Oxford e Eton. El Conservative Party sabe en qué cosas ceder y sobre cuales alardear.  

La Monarquía británica es otro ejemplo demasiado esclarecedor de esta hipocresía conservadora. Tanto la Reina Isabel como el Príncipe Carlos visten como dos de las personas más elegantes que existen sobre la faz de la Tierra. Hacen gala de su dorada distinción, mantienen la pompa palaciega y el boato, lo exhiben con una fastuosidad que incluso raya en lo fatuo, sin escatimar en alardes de suntuosidad damasquinada. En definitiva, conservan la solemnidad monárquica con todos sus oropeles. No se desbaratan estéticamente. Ahora bien, su talante conservacionista en lo estético carece de simetría con el plano ético. Tanto a Lilibeth como a Charles les apasiona pronunciar discursos trufados de globalismo progre y corrección política; pero todo ello sin despeinarse, sin perder la pulcritud en sus ademanes, con la indumentaria momificada por elegantísimas hebras. 

Aunque los británicos sean expertos en conservar el lustre en las formas con el alma deslucida, no son los únicos que pecan de esta disonancia entre el ser y las apariencias. De facto, podría esgrimir un inabarcable océano de ejemplos.  

La hipocresía conservadora, también, es un fenómeno arraigado en regiones como París y Andalucía.

Los parisinos, verbigracia, se caracterizan por tener una exquisitez protocolaria de corte versallesca; son pulcros en las formas, excelsos a la hora del almuerzo, reverenciales con sus artistas, literatos y pensadores, amén de impecables anfitriones; pero todo este festival de sofisticación estética no comparte simetría con su ortodoxia ética. Los andaluces, por su parte, no son tan heterodoxos como los franceses capitalinos, pues su tierra tiende a convertirse en la reserva espiritual de Occidente; ahora bien, detrás de la ceremoniosa y rendida devoción que tributan a las Procesiones de Semana Santa y de su porte regio en el momento de ataviarse, luego, no reparan en comer carne un Viernes Santo, bajo el extendido embuste de que gozan de una suerte de bula que les dispensa de semejante sacrificio.    

Otro ejemplo ilustrativo de alguien que aparenta mucho en las formas y que carece de fondo es el de aquel espécimen político que ofrece la imagen de valiente salvapatrias y que, luego, vive arrodillado ante los bastiones de la corrección política. Una muestra fehaciente de ello es el papel interpretado por Cayetana Álvarez de Toledo, una persona laureada por la derecha, percibida como su redención por el mero hecho de enrabietarse con los podemitas, y que, para colmo del esperpento, se rebeló contra su partido para votar a favor de la eutanasia. Su fama de tenaz derechista, unida a su conducta descaradamente progre, es una demostración demasiado explícita de lo que significa la hipocresía conservadora. 

Y cuando el conservadurismo abjura de la Cristiandad, véase de la Religión (el espíritu de una nación, tal y como puntualizaba Unamuno), se metamorfosea en un delicuescente hangar del economicismo, de la doctrina del dinero por el dinero, de un monetarismo apátrida y desalmado. Y este capitalismo sin alma termina abrazando sin rebozo las doctrinas antinatalistas y progres de sus padres fundadores.  

Entre ellas, cabe destacar la Ley de bronce de los salarios, de David Ricardo, basada en que si la sociedad tiene menos descendencia, será más fácil que se conforme con un sueldo mínimo de subsistencia (algo de escalofriante actualidad, por cierto); Jean-Baptiste Say, en su Tratado de economía política, sublimó al soltero como un modelo de trabajador, puesto que carece de la necesidad de mantener a una familia; Robert Malthus, también, fue otro capitalista que pasó a la historia por su enfervorizado antinatalismo, hasta el punto de que el término maltusianismo es reconocido como sinónimo del mismo; y también, es digna de mención aquella teoría de John Stuart Mill, plasmada en su obra La esclavitud de la mujer, consistente en enfurruñarla contra el hombre, a la vez que se exalta su desarrollo individual como profesional en detrimento de su vocación de maternidad (bastante chocante, ¿Verdad?). 

De hecho, podemos hallar ejemplos más próximos en el tiempo a nosotros. Walter Lippmann, quien promovió, en 1938, un célebre coloquio considerado por muchos como el origen de la revolución neocapitalista, manifestó lo siguiente en su obra The good society: “Una economía dinámica debe alojarse necesariamente en un orden social progresista”. Es más, Pier Paolo Pasolini denunció este fenómeno con las siguientes palabras: “El neocapitalismo se presenta taimadamente en compañía de las fuerzas del mundo que van hacia la izquierda”; además de presagiar, en 1972, que la libertad sexual progre se convertiría en un instrumento al servicio del capitalismo.   

Ya advirtió G.K. Chesterton que mientras que los progresistas profundizan en los errores, los conservadores impiden que éstos sean corregidos. Es más, hay algunos que incluso tienen el sonrojo de ahondar en los mismos. Con estos últimos, se cumple el adagio de vive como piensas o acabarás pensado como vives.  

Es preciso recuperar una armonía entre el fondo y la forma, entre el ser y la apariencia; pero no en nombre de la coherencia por la coherencia, porque sí, sino con un motivo genuinamente Cristiano.  

Si las formas no sirven como salvoconducto para acercarnos al fondo, no cumplen con la misión que tienen encomendada. Un significante reticente a catapultarnos hasta el significado pierde su razón de ser.  

Del mismo modo que la belleza que renuncia explícitamente a Dios deja de ser belleza, para trocarse en opulencia, la valentía que no tiene la verdad como objetivo se transforma en una exhibición de fuerza y vanidad.     

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