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¿Es tan importante medir las palabras como pensamos?

Columnista: Pepocles de Antioquía

Vivimos en unos tiempos en los que parece que es imprescindible medir las palabras, no vaya a ser que, como dicen las lenguas modernas, “hieras sensibilidades”.

Es cierto que estamos irremisiblemente abocados a medirlas en cierto grado, puesto que la templanza y la prudencia siempre formaron parte de las virtudes cardinales.

Ahora bien, las virtudes cardinales son cuatro, y no dos, por lo que a la templanza y la prudencia, hay que agregarles la fortaleza y la justicia, dado que, de olvidar estas últimas, elevaríamos la cobardía a los altares de la virtud (de facto, ya existe una palabra entronizada para ello, que es “moderación”).

Por consiguiente, tenemos que alcanzar el punto de equilibrio en el que el citado cuarteto virtuoso camine de la mano ¡Ardua labor!

Otra realidad palpitante en la sociedad de nuestro tiempo es que si eres contrario a la “corrección política”, no se te agradezca lo suficiente tu esmero por calibrar las palabras, adoptar un acrisolado talante diplomático y devanarte los sesos para alumbrar unos razonamientos de perceptible enjundia intelectual.

Si te esfuerzas por razonar con aplomo, tratar con minucioso respeto a tus interlocutores y medir con escrupulosa meticulosidad las palabras, resulta que los fanáticos de la «corrección política» se te echarán encima con igual –e incluso, con mayor- agresividad que si te comportases como un maleducado y un botarate.

Los resistentes a la “corrección política” tendemos a pensar que los políticamente correctos se van a entusiasmar si tratamos de contemporizar y “coleguear” con ellos. También, solemos creer que si pergeñamos reflexiones de mediana erudición van a batir las palmas ante nuestro esfuerzo intelectual.

Al final, nos terminarán poniendo el mismo estigma, marchamo o sambenito que si nos comportásemos como unos energúmenos de taberna. Esta es la magnitud de su agradecimiento por comportarnos como Dios manda.

Kierkegaard, en su cuento El payaso del circo en llamas, narra cómo un payaso quiso advertir al público de un fuego que se estaba extendiendo peligrosamente en la aldea en la que habitaban.

El público del citado cuento prorrumpió en estrepitosas carcajadas, puesto que por mucha razón que tuviese el payaso, no dejaría de ser considerado como un bufón por los aldeanos. Sus palabras, por muy certeras que fuesen, serían, en todo caso, calificadas de payasadas.

Con esto, quiero decir que a ojos de los fanáticos de la “corrección política”, seremos siempre como El payaso del circo en llamas, de Kierkegaard. Por mucho que preparemos el dicurso, desacreditarán nuestras palabras en un santiamén.

Así pues, mi conclusión es que, sin perder la buena educación, tampoco nos obsesionemos con calibrar las palabras y templar las formas. Por esta razón, ya no me preocupo en demasía cuando una publicación contiene algunos tintes de provocación.

Además, no olvidemos aquella enseñanza del Cardenal John Henry Newman, consistente en que el cálculo no hace al héroe.

 

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