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¿Por qué Sevilla es la reserva espiritual de Occidente?

A los carcas, se les suele tener por asociales y a las ciudades, por exhalar un “cosmopolaletismo” huérfano de alma y tradición.

Al margen de estos falsos estereotipos, existe un hombre reaccionario que es un todorreno de las relaciones sociales, amigo de todo el mundo, la juerga padre, la alegría de la huerta y al que le gusta combinar la vida social de las grandes urbes con el encanto añejo de los pueblos de España. Ese puto amo soy yo y ese lugar, Sevilla.

Sevilla es una deliciosa mezcolanza de antigüedad y diversión, una simbiosis de bullicio mundano y riqueza espiritual, es una ciudad con olor a incienso y bañada en Cruzcampo. Por eso, me tiene cautivado, encandilado, hipnotizado, obnubilado… Por ello, me resulta tan arrobadora.

Sevilla logra ser mitad urbe, mitad pueblo, consigue ser ciudad sin pecar de “cosmopaleta”. Por eso, me encanta, me estremece, me derrite, me abate, me fulmina…

Los pueblos me apasionan a nivel estético y cultural, pero me parecen somnolientos y aburridos. Las ciudades me proporcionan “société” y diversión, pero me terminan pareciendo horteras y mundanas. Sevilla fusiona lo bueno de ambos conceptos y por eso, es mi idílico enclave, mi onírico paradero, mi platónica morada, mi Civitas Dei… Por ello, me considero un sevillano metido en el cuerpo de un madrileño.

En consecuencia, el turismo está creciendo tanto en Sevilla, porque es una gran ciudad con identidad, con esencia, con personalidad, con un folclore en las fachadas de sus edificaciones y una clerecía que la hacen diferente y única, a contrario sensu de otras urbes, que parecen todas iguales, murallas acristaladas de rascacielos contiguos con anuncios horteras y luces de neón, víctimas del “cosmopolaletismo” progre, que todo lo homogeneiza hasta dejarlo sin alma, sin gracia, sin ADN cultural, sin código genético… Por esta razón, cuanto más viajo, más facha me vuelvo, porque me hago más autoconsciente de la belleza de conservar y del sacrilegio de erosionar, del encanto de mantener y de la profanación de demoler.

Híspalis representa el verdadero progreso y atesora la genuina tradición, porque se progresa en la dirección equivocada sin el amor a Cristo de un cofrade y sin la devoción a María de un capillita, y el tradicionalismo deja de tener la vocación de perdurabilidad en el futuro cuando se queda anclado en la nostalgia del pasado propia de los pueblos cerrados.

Híspalis representa el verdadero progreso y atesora la genuina tradición, porque la palabra “tradición” viene del vocablo “traditio”, que significa “entrega” o “transmisión”, y su verbo es “tradere”, véase “entregar” o “transmitir”.

Por consiguiente, la tradición no es nostalgia e inmovilismo, sino algo hecho para ser entregado o transmitido –como su etimología u origen lingüístico indica- a las generaciones venideras, un ente con vocación de futuro y perdurabilidad, no destinado a ser inmóvil, estático y nostálgico.

Por este motivo, la tradición no es contraria al progreso, sino diametralmente lo contrario. Es complementaria e incluso, lo salva, porque logra que éste evolucione dentro de unos cauces delimitados y con un horizonte definido, sin perderse por los caminos intrincados del relativismo y las cañadas oscuras de una involución con apariencia de evolución.

Por ende, la santa tradición es garantía de progreso y conditio sine qua non para que evitemos confundir evolución con revolución.

Por todo lo expresado, adoro Sevilla, porque atesora el dinamismo enraizado de la santa tradición, porque es una gran ciudad que rezuma incienso, cristiandad, grandeza, belleza y folclore, dado que aúna el esplendor que adquirió en el siglo XVI con ese catolicismo antipuritano, pillo, simpático, bullanguero y pecador de Rinconete y Cortadillo.

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