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Aprender a perder el tiempo, una necesidad en esta era de la velocidad

Columnista: Pepocles de Antioquía

Es indiscutible que la velocidad trae consigo progresos formidables, pero colocar un altar ante la misma acarrea consecuencias devastadoras. El problema, evidentemente, no reside en su existencia (lo contrario supondría caer en una utopía rousseauniana impermeable a la evolución tecnológica y científica); lo perjudicial es sublimarla, enaltecerla, entronizarla, idealizarla, idolatrarla, endiosarla.

Decía, con irreprochable tino, Don Gregorio Marañón que “la rapidez, que es una virtud, engendra un vicio, que es la prisa”.

Una afamada –y seguramente, fabulosa- psiquiatra española llamada Marian Rojas Estapé revela que esta realidad tiene un nombre, que es la “cronopatía” (cuya etimología estriba en los conceptos cronos, de tiempo, y pathos, de enfermedad). La sociedad de nuestro tiempo sufre un enfermizo apego a la velocidad, a la presteza, a la premura, a la fugacidad. Hemos elevado un becerro de oro al tempus fugit.

Todo funciona a una velocidad relampagueante. Los líderes públicos (véase políticos, escritores, pensadores, divos de las ondas, etcétera), antaño, conservaban su renombre durante largo periodos temporales; en el presente, en cambio, su fama asciende o se desploma en lo que tarda en cantar un gallo. Ni la reputación es duradera en la sociedad de nuestro tiempo.

Antes, por ejemplo, la gente compraba ropa para que le durase casi toda la vida; y si se producía un estropicio en la tela de la misma, acudía a una diestra y mañosa modista. Ahora, la indumentaria está confeccionada para que dure dos telediarios; los armarios viven estresados, fustigados por el frenesí del “shopping”, y la figura del sastre se encuentra enrocada entre las torres de la exclusividad. Lo mismo sucede con los aparatos y electrodomésticos, los cuales, en el presente, incluso tienen aquello que llaman “obsolescencia programada”. Hogaño, pocas cosas son duraderas. El tribuno de lo perecedero extiende sus tentáculos por todos los confines.

Esto nos aboca irremisiblemente al empobrecimiento de los productos fabricados, a la depauperación de los bienes de consumo. El consumismo rápido ocupa la silla vacía de las cosas bien hechas. La república del “fast food” se sobrepone al reino de la artesanía. El becerro de oro de la velocidad refulge con febril resplandor.

Pero el enaltecimiento de la velocidad no se limita a deportarnos de la arcadia medieval del artesano, sino que nos empuja indefectiblemente al empobrecimiento intelectual, a través de la autopista de lasobreinformación”. Vivimos bombardeados por noticias de titular fácil, consumo rápido y huérfanas de erudición.  Las alocuciones o discursos breves han dejado de ser excelsas disertaciones, exquisitos razonamientos donde se valoren las luces y las sombras de las cosas y en los que se llegue a conclusiones cumbre; en el presente, si quieres brillar como orador, te has de transformar en una máquina expendedora de eslóganes de impacto, “biensonantes”, en un gallo que cacaree frases hechas poderosas. Toda reflexión que requiera introducir una coma, incorporar un matiz e incluso contradecir una parte de lo desarrollado para enriquecer su profundidad filosófica, será desdeñada, por incomprendida. Hoy, lo que se estila es comprimir las reflexiones en la longitud dictada por el dios Twitter y que las mismas comuniquen un mensaje directo, sin pros y contras en un mismo texto, sin laberintos, sin ángulos, sin aristas ni vericuetos (no se vaya a marear el lector).

La laureada república de la velocidad, también, nos empuja irrefrenablemente a vivir con mayores cotas de estrés y ansiedad. La celeridad aumenta la producción, pero, también, acelera al individuo.

Hacer las cosas en menos tiempo no nos exonera de trabajar el mismo tiempo. Si, antes, había que dar un paseo para presentar un informe en un edificio institucional, ahora, cubrimos ese puñado de horas frente a la pantalla de un ordenador. Poco cambia tanto como las apariencias muestranMejora la productividad, pero no se produce una mejoría considerable en nuestra calidad de vida (en algunos supuestos, sí, ojo, como sucede en el caso de los transportistas, obreros de la construcción y trabajadores del campo; tampoco pretendo pecar de tremendismo antitecnológico). Con esta crítica, no albergo ni la menor intención de renunciar a la rapidez y a sus maravillosos progresos (cual utópico rousseauniano), sino de prevenir al lector de caer en sus trampas para zorros (como seguramente harían J.R. Tolkien y G.K. Chesterton). No quiero eliminar el mar de la velocidad, sino que aprendamos a bregar con sus olas encrespadas. No me decanto por emigrar del mundo, sino por escapar de la mundanidad. Para liberarnos de la “cronopatía” o enfermedad del tiempo, repito la frase de Don Gregorio Marañón mostrada up supra: “La rapidez, que es una virtud, engendra un vicio, que es la prisa”.

La auténtica sabiduría y las cosas bien hechas se cocinan a fuego lento: “Dar cera, pulir cera”

Por consiguiente, en esta telúrica, frenética y bulliciosa era de la velocidad, aprender a perder el tiempo de forma responsable se ha convertido en una necesidad de primer orden. La auténtica sabiduría y las cosas bien hechas se cocinan a fuego lento. La rapidez nos permite sacarnos antes un diploma, pero nos impide retener en el tiempo lo aprendido. Quien atesora unas elevadas nociones de un idioma, de derecho, de economía, de historia, de filosofía, de física, química, matemáticas o de doctrina católica, es porque se han ido sedimentando en su intelecto a lo largo de los años. Lo mismo sucede con el arte de pintar, escribir o con la maña en la cocina: requieren parsimonia en la dedicación, amor con ausencia de prisa. Ya se lo enseñó el maestro Miyagi a su discípulo en aquella película llamada Karate Kid: “Dar cera, pulir cera; dar cera, pulir cera; dar cera, pulir cera…”. Del mismo modo que la adquisición de una virtud consiste en la repetición de un buen hábito,  el conocimiento se adquiere con semejante carácter repetitivo.

El reputado visionario Aldous Huxley, en su novela Un mundo feliz (publicada en los años treinta del siglo XX), advirtió de que la sociedad del futuro gozaría de mecanismos para evitar el silencio y el dolor.

En mi modesta opinión, suscribo de cabo a rabo sus vaticinios, puesto que la idealización de la velocidad y la adicción al teléfono móvil dificultan a las personas encontrar espacios de silencio y momentos de tribulación que les permitan hallar asilo y consuelo en el amor de Dios (Padre, Hijo y Espíritu Santo).

Párrafo complementario al artículo

Una de las cosas, entre la marabunta, que puede haber provocado este enaltecimiento de la velocidad se remonta a las postrimerías del siglo XIX u albores del XX, cuando el modernismo no se limitó a dar visibilidad artística al movimiento, como hizo el cine en un primer momento, sino que dio un paso más allá, que fue el de sublimarlo estéticamente. Es innegable que esto trajo maravillas en la órbita del arte, pero, a su vez, creo que contribuyó, desde un prisma filosófico, a la idealización excesiva de la rapidez. Ahora bien, sería muy injusto atribuir la causa de este endiosamiento de la celeridad a la filosofía subyacente a esta corriente artística. Pienso que su origen se sitúa, lisa y llanamente, en la tentación humana de caer en la fascinación extrema con lo novedoso.

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